Es difícil escribir cuando la sombra de la guerra se proyecta sobre el mundo. La guerra es condenable y fruto de la intolerancia; siempre es un fracaso de la humanidad. En ocasiones es inevitable, pero nunca justificable, pues la violencia es en realidad la prostituta de los débiles.

El conflicto entre Israel y Palestina, que revive ahora –no olvidemos que la región ha vivido en disputa continua a lo largo de la historia moderna–, supera los límites de lo político. No es un conflicto que tienen que ver exclusivamente con el concepto de Nación-Estado, no es un conflicto que se centra en una disputa territorial, esa es sólo una de las muchas capas del complejo entramado que comporta. Esta guerra confronta lo más profundo de los seres humanos: su arraigo cultural y religioso y lo hace de la forma más violenta posible, la del terrorismo que deshumaniza.

Tuve la oportunidad de estar en Israel y en Jordania hace apenas un par de meses. Ambas son culturas fascinantes que a lo largo de su milenaria historia han aprendido a convivir (sin caer en la ingenuidad de que lo han hecho siempre sin conflictos). Ambas comparten algunos valores culturales y sociales, aunque guardando siempre sus propios principios y convicciones. De eso se trata la convivencia. No es distinto, por ejemplo, en un matrimonio o en una familia.

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A través de la gastronomía podemos nuevamente ahondar en la profundidad de su esencia cultural que no engaña, que, por el contrario, es ejemplo de unidad. Ambas culturas viven bajo un territorio con condiciones geográficas similares y, por ende, la naturaleza de sus ingredientes es prácticamente la misma, la preparación de estos no es tampoco muy diferente. La territorialidad y la división política pierden fuerza así ante las condiciones de vida que da origen vital a la convivencia de la persona humana y a la forma en que satisface sus necesidades. La gastronomía es un espejo de unidad para la persona humana. ¡Cuánto puede aprender el ser humano si comprende el valor moral de la cocina como encuentro!

Podríamos estar en la encrucijada de una nueva guerra de Troya, es decir, así como la guerra de Troya refleja la crisis de una civilización entera, hoy día los valores difusos de una cultura occidental que se ha sumergido en una equivocada idea moderna bajo la bandera del progresismo y el consumismo, de la pseudo-tolerancia a cualquier tipo de postura e ideología; ante la banalidad de la sociedad contemporánea que adormecida se deja conquistar por el vacío de lo superfluo y que, bajo esos principio, ha permitido que la radicalidad entre en occidente en su propio caballo de Troya pasando inadvertido por la impavidez de quienes han olvidado fortalecer su propia esencia social y cultural.

Salvador Dalí, pinta en 1945 un cuadro que llama “la cesta de pan”, hoy en el museo Dalí de Figueres, España. Esta sencilla obra es un paréntesis dentro del surrealismo de su arte, pero en mi opinión inexperta, refleja – históricamente al final de la Segunda Guerra Mundial– que el ser humano vuelve a lo más básico después del conflicto. El pan es uno de los elementos más antiguos que se han cocinado, es decir; es una metáfora para la persona humana de sus raíces y valores fundamentales. Volver a entendernos como cultura y como sociedad, en su verdadera profundidad es regresar a ese pedazo de pan que fortalece y da vida con pocos ingredientes. La guerra deshumaniza, la gastronomía humaniza. El ser humano moderno se ha perdido entre tanta superficialidad y se ha olvidado de quién es y hacia dónde va. Cuántas familias en la zona de conflicto ven hoy partir, con uniforme militar y lágrimas en los ojos, a esos jóvenes que hace apenas unos días no soltaban el celular divirtiéndose en las redes sociales. Lamentablemente, la guerra los confrontará y les hará poner en perspectiva lo realmente importante. Esperemos que las sombras de esta guerra se disipen pronto y la paz vuelva a dar luz a una renovada humanidad.

Contacto:

Luis Javier Álvarez Alfeirán, MA, director de Le Cordon Bleu-Anáhuac.

Correo: [email protected]

X: @DirectorLCBMx

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