Carl Schmitt fue, nada más y nada menos, uno de los principales exponentes alemanes de la filosofía del movimiento revolucionario conservador. Crítico fundamental del liberalismo, apoyó y estuvo involucrado en el nacional socialismo.

En 1927 Schmitt publicó “El Concepto de lo Político” donde establecía que la verdadera política se basaba en la distinción entre el amigo y el enemigo. Para él, es el poder ejecutivo el que debe interpretar las reglas generales, y más allá, el poder ejecutivo debe y puede actuar sin las ataduras de la legalidad.

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Sus postulados defienden la soberanía ejercida por una persona o institución en circunstancias fuera de lo normal -excepcionales- donde se suspenden las leyes y se utiliza la “fuerza extralegal”. Es así que, desde su visión, el orden legal se basa en decisiones soberanas y no en la norma, no en la legalidad.

Por todo esto, muchos lo consideran como uno de los principales teóricos del estado de excepción. Muchos países tienen contemplado en sus ordenes constitucionales la posibilidad de caer en regímenes excepción, casi siempre vinculados con la guerra o la ruptura del orden constitucional y tienen preceptos claros de cómo identificarlo sin que medien dudas (cumplimiento estricto de numerous clausus).

Si bien México se encuentra en pleno orden constitucional, donde los poderes están obligados a cumplir y hacer cumplir la Constitución sin cortapisas y sin que medien justificaciones políticas, la práctica del poder desmedido nos está moviendo hacia un terreno muy peligroso.

A diferencia de lo establecido por Schmitt, en nuestro sistema jurídico el ejecutivo no es un poder supremo, el Supremo Poder de la Federación según el artículo 49 constitucional, se divide para su ejercicio en Ejecutivo, Legislativo y Judicial y “no podrán reunirse dos o más Poderes en una sola persona”. Más claro, imposible: ejecutivo no manda sobre el legislativo y el ejecutivo no manda sobre el judicial.

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Claro es también el precepto del 87 constitucional: el Presidente está obligado a guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y si no lo hiciera, la nación debe demandárselo.

La Constitución ya no aclara la forma en que “la nación” puede materializar esa demanda pero de jure y de facto están, desde la denuncia pública, los juicios de anticonstitucionalidad, las responsabilidades de los servidores públicos del artículo 108 constitucional, la recientemente aprobada revocación de mandato y desde luego, los procesos electorales en los cuales se ratifica o elimina el apoyo a una persona o proyecto político.

Cuando el andamiaje institucional cede ante la concentración progresiva del poder en una sola persona, la cancelación discrecional de garantías individuales, la falta de contrapesos y la afrenta al que piensa distinto, es señal clara y preocupante de que estamos pasando a un peligroso contexto donde de manera progresiva se va adoptando la extra-legalidad como normalidad y en la práctica se tienen más características de un régimen autoritario que de una democracia. Pasamos al semáforo naranja.

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