La tauromaquia vive una crisis a nivel mundial como consecuencia de la pandemia, que ha paralizado la actividad casi por completo. Algunos festejos aislados, con acceso restringido de público, y otros transmitidos en línea han saciado la sed de los aficionados, que se han quedado con un palmo de narices. Crece la hierba debajo de los estribos de los cosos, convertidos en páramos desolados. Quedan los ecos ondulantes de olés perdidos.

La fiesta de toros es un arte, un espectáculo de minorías, pero obviamente también tiene que ser un negocio para sobrevivir. Y esa es precisamente la máxima problemática que enfrenta en la actualidad. Los ganaderos han tenido que sacrificar muchos de sus toros porque, al no haber corridas, no los pueden vender. Siguen gastando en su alimentación sin saber si viajarán a las plazas. Camadas enteras morirán. Con esto otro: los criadores no pueden dejar que sus animales envejezcan en las dehesas, porque reglamentariamente no los podrían lidiar pasados de edad.

La pausa forzada por las circunstancias nos ha hecho reflexionar sobre la batalla anterior al coronavirus: la que sostiene el mundo del toro con sus detractores. Lo que hace 30 años eran brotes aislados de inconformidad, ahora son manifestaciones ruidosas de protesta.

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Hay, en los contrarios a los toros, más de una pizca de desconocimiento. La corrida no consiste en maltratar a un animal. No hay crueldad en el torero ni sadismo en el público. Dice Jaime Hugo Talancón: “Al toro se le lidia con respeto, no se le abate ni se le fumiga como bicho dañino, ni tampoco se le mata en la soledad como una simple materia prima de una máquina de producción para el mercado”. El asistente a la corrida no quiere ver correr sangre, sino estremecerse con una creación artística hecha por el hombre, en conjunción con un animal que jamás ha sido toreado, que acomete por instinto y que puede herirlo o matarlo.

Como apuntó Carlos Camacho en la entrega de los premios Minotauro 2012: “Lo que nos mueve a los taurinos no es la crueldad, la falta de piedad o la sinrazón, y mucho menos la violencia; nuestra defensa recae en el amor a un arte que refleja uno de los rasgos culturales más profundos del ser mestizo, un espectáculo centenario que genera gran cantidad de empleos directos e indirectos, que significan el sustento de decenas de miles de familias en nuestro país”.

En distintos debates y en el video grabado hace algún tiempo durante una manifestación antitaurina en el Zócalo capitalino por José Saborit, actual director de Tauromaquia Mexicana, hemos escuchado disparates como los siguientes por parte de los antitaurinos sobre lo que ocurre en el “rodeo”, siempre anteponiendo un “tengo entendido” a sus dichos (por si las moscas).

“Si los niños van a los toros, hay más riesgo de que se vuelvan psicópatas”. No hay un solo caso registrado de tal cosa. El origen de la psicopatía, trastorno que se caracteriza por la conducta antisocial, el egocentrismo, las amenazas de suicidio pocas veces consumadas y la falta de remordimiento, de ninguna manera está en la afición a los toros.

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“El toro es sometido a prácticas agresivas antes de la corrida”. Éste es uno de los mitos populares más extendidos para desestabilizar el toreo. Si eso fuera cierto, el toro no podría ver, ni moverse, ni embestir. Saldría disminuido al ruedo.

El toro no es juguetón, no es una mascota doméstica, no es un perrito. Es un animal bravo, fiero, cuyo instinto es atacar, así que de ninguna manera es manso desde su genética”. De hecho, “es la imagen natural del combatiente”, en palabras de Francis Wolff, autor del libro 50 razones para defender el toreo. Por otra parte la finalidad de la corrida no es torturar al toro.

“El toreo no tiene nada que ver con la tradición mexicana”. Si bien es cierto que es española, ¿cómo no va a ser una tradición mexicana, si las fiestas de toros llevan practicándose casi 500 años en nuestro país? La celebración de los Reyes Magos es española y la piñata es china, pero, ¿alguien se atrevería a negar que también son tradiciones muy mexicanas?

“Los antitaurinos impulsamos valores de sustentabilidad”. En primer lugar, la palabra sustentabilidad no existe, pero si hablamos de lo que se puede sustentar, los ganaderos son grandes defensores de la naturaleza, de los ecosistemas y de todas las especies animales que habitan en ellas.

Por desgracia, algunos políticos oportunistas toman a la tauromaquia como rehén. No están en contra de los toros por convencimiento, sino por conveniencia. ¿Por qué no persiguen con la misma fruición la caza o la pesca, donde los animales capturados no tienen, como el toro, la oportunidad de salvar la vida?

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La excepción se dio recientemente en Puebla, donde la alcaldesa y activista animalista Claudia Rivera sí está en contra de las corridas y pretende abolirlas en la capital angelopolitana, con la intromisión de organizaciones antitaurinas extranjeras. No es correcto que se utilicen los tiempos electorales con intenciones personales. Ella había prometido ser incluyente y respetar las diversidades.

En plena pandemia, es obvio que hay centenares de temas prioritarios, sobre todo, en materia sanitaria. Rivera promovió una encuesta realizada a 200 personas, que respondieron a un cuestionario sesgado. El 80% de los encuestados votó a favor de la prohibición. Pero 160 personas son muy pocas para representar la forma de pensar de una población de 6 millones. Con apoyo en esa encuesta amañada y mal sustentada, estuvo a punto de decretarse la prohibición en enero de este año.

La tauromaquia, en condiciones normales, antes de la aparición del microscópico enemigo, generaba fuentes de trabajo. Unos 1,200 empleos directos en la Ciudad de México, que beneficiaban a familias de ganaderos, toreros, empresarios, apoderados, monosabios, trabajadores de las plazas, boleteros, taxidermistas, restauranteros, hoteleros, periodistas, tablajeros y vendedores de objetos diversos.

El toro es alimentado cuatro años y vive en absoluta libertad, a diferencia del ganado de engorda, que es víctima del hacinamiento y la crueldad. El toro vive a campo abierto en grandes extensiones de terreno, espacios puramente ecológicos. En cambio, 1,000 o más reses de engorda son apretujadas en apenas una hectárea. En ese mismo espacio de aglutinamiento, su excremento genera metano, acaso el mayor contaminante del planeta (por encima del dióxido de carbono que desprenden los motores). El metano actúa como gas de efecto invernadero.

Las ganaderías de bravo ocupan actualmente 170,000 hectáreas del territorio nacional. Una res de engorda vive apenas nueve meses. La vida del toro dura por lo menos 48 meses. La existencia del toro es, pues, cinco veces más larga que la de las reses predestinadas para el consumo del hombre.

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Por cada toro que muere en la plaza, los ganaderos tienen, en promedio, otros siete vivos permanentemente. Hasta antes del confinamiento, los ganaderos vendían 650 millones de pesos en toros al año y la derrama económica estaba relacionada con pastura, grano, transportación, veterinarios, hotelería, restaurantes, puestos de comida, taxis y muchos rubros más. Hay numerosos datos que respaldan el trasfondo ecológico de la tauromaquia y que aparecen en este número de Forbes como una demostración del impacto económico de la Fiesta.

Si los antitaurinos lograran su cometido de acabar con las corridas, estarían exterminando una especie animal que existe exclusivamente para la tauromaquia.

A final de cuentas, lo que los taurinos pedimos es respeto. Si alguien no quiere ir a los toros, que no vaya, pero que no quieran acabar con ellos. Lejos de querer terminar con nuestras tradiciones, debemos fomentarlas. El toreo es una resistencia cultural de pocos países ante la intención uniformadora del mercado de la globalización. Prohibido prohibir.

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