Con un ambiente de derrota por los resultados de la última consulta, al presidente López Obrador le sigue pareciendo prioritario hablar de la revocación de mandato para cumplir su promesa de “hacer valer la voluntad del pueblo”.

Desde el inicio de su mandato, la promesa de “regresarle al pueblo la capacidad de vivir y participar en democracia” ha sido una retórica constante, una perorata permanente que ha mermado las instituciones y ha puesto sobre la mesa el gran desconocimiento que tenemos acerca de nuestros propios parámetros legales y constitucionales.

Hablar de participación directa no es nada nuevo bajo el sol; México es precursor en la inclusión de mecanismos de participación ciudadana (verdaderos y legítimos), pero se nos olvida que es el mismo líder del Ejecutivo nacional quien ha arremetido en contra de ellos y ha preferido presentar a la base de su voto duro las opciones copiadas de modelos populistas latinoamericanos que ya sabemos cómo se desarrollan y cuáles son sus consecuencias.

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Venezuela, Bolivia y Ecuador han incorporado la revocación de mandato presidencial como un instrumento para “abatir el impacto negativo” de presidentes deslegitimados, pues en estricta teoría el proceso fortalece la elección hecha por los ciudadanos y les permite mantener el control sobre el tiempo y los alcances de la presidencia en turno. Así, la revocación habilita a los electores insatisfechos y decepcionados para que, a través de un nuevo proceso de elección, se renueve el poder mediante elecciones extraordinarias.

Aunque la idea que se ha vendido a la población es que estas consultas son mecanismos de democracia directa, la realidad es que en términos teóricos y legales, la democracia directa se compone de diversas formas de participación política que se realizan a través del ejercicio del voto directo y universal, por lo que el resultado de los mismos son vinculatorios y su objetivo principal es involucrar al conjunto de la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones sobre cuestiones públicas (actos o normas, nunca leyes o disposiciones contempladas en el orden constitucional), y no el de elegir a los miembros de los poderes legislativo o ejecutivo.

El boom de las revocaciones de mandato (recall en inglés) en América Latina llegó en la década de los noventa, como un intento de autovalidación de los liderazgos populistas en la región que, ante un clima de descontento y apatía ciudadana mejor conocida como crisis de representación, buscaron en el voto duro el respaldo para generar un repunte en la aprobación y los niveles de confianza.

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Aunque aparentemente, el recall puede ser visto como un mecanismo válido para empoderar la participación ciudadana, la realidad es que en los contextos populistas y demagogos la sobre utilización del recurso conlleva al efecto negativo y pone en jaque a los sistemas democráticos representativos.

Cuando se trata de un proceso de revocación de mandato presidencial, se debería buscar limitar la permanencia a largo plazo de un presidente que no conserva el sustento popular y/o legislativo y que, a raíz de ello, tiene graves dificultades para gobernar, por lo que pondría al régimen al borde de la ruptura institucional y democrática, incluso al grado de propiciar un golpe de Estado. Sin embargo, cuando es el mismo líder del ejecutivo quien utiliza el recurso como parte de su estrategia discursiva, debemos preguntarnos si la “consulta ciudadana” realmente tiene la intención de concretar una revocación de mandato o es un intento disfrazado de perpetuación o extensión en el poder.

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