- El que a base de nimiedades agota a su equipo.
- El que maneja perfectamente los procesos y las cifras pero carece de habilidades para relacionarse en forma humana con su gente.
- El mediocre, que llegó a la posición de mando sin merecimientos y ahora ve a sus subordinados como una amenaza.
- El voluble (el peor), quien al verse al espejo contempla una imagen distorsionada de sí mismo: manifiesta ser abierto, pero se cierra a los cambios; no puede controlar situaciones de riesgo ni es capaz de detectar ventanas de oportunidad; es el que un día da una instrucción y al siguiente la olvida o da otra en sentido contrario.
El terrible costo de ser un mal jefe
Es como una mancha de tinta en un mantel blanco: sus malos efectos se van extendiendo. Y aunque no hay un solo tipo de mal jefe, todos generan gastos adicionales y dañan la imagen de la empresa.
A lo largo de mi vida profesional he tenido el privilegio de colaborar con personas a las que he admirado, que me han guiado y me han llevado a dar resultados mucho mejores de los que yo jamás imaginé. También, desde luego, me ha tocado trabajar con jefes difíciles, mediocres o ineficientes, con quienes aprendí que hay formas para darles la vuelta y conseguir buenos resultados. Me ha tocado estar al lado de ejecutivos de los que he aprendido y que me han mostrado formas mejores para hacer las cosas; también de personas necias a las que por más que uno intenta, no hay forma de hacerse escuchar. Todo ello, lo sabemos, forma parte del trabajo, y de cierta manera es lo que en conjunto representa el escenario laboral; no obstante, hay que saber diferenciar. Hay personas que dañan y cuyo impacto destructivo lastima al individuo y perjudica a la empresa. El terrible costo de ser un mal jefe alcanza niveles cuantificables que dejan afectaciones medibles.
Los líderes tóxicos, según Nicolás Torres, de la Universidad de Harvard, son esas personas que, dados sus modos directivos, generan como resultado un envenenamiento serio y duradero en la vida de las personas que forman sus equipos de trabajo y en las organizaciones en las que se desempeñan, generan gastos innecesarios y forjan riesgos absurdos. Son personas sobreexigentes, volubles, adictas al trabajo que terminan afectando la productividad y el compromiso de su equipo de trabajo y la reputación de las empresas.
No me refiero a esos jefes estrictos que exigen resultados a sus subordinados ni a personas malhumoradas ni a supervisores autoritarios; ésos están haciendo su trabajo y la gente a su cargo sabe perfectamente cuáles son los parámetros de exigencia y cómo responder a ellos para obtener resultados. Incluso, pueden llegar a tener ciertos rasgos de sequedad, pero la gente los respeta, pues sabe sobre qué terrenos está avanzando. Un mal jefe, por el contrario, es una persona que puede parecer amable pero genera una gran tensión en el lugar de trabajo. Un director ineficaz puede ser muy laxo y desperdigar un alto grado de toxicidad a la empresa que eventualmente se convertirá en pesos y centavos que le costarán a la empresa. O bien, los líderes tóxicos son personas majaderas que muestran conductas abusivas con sus subordinados y dañan el ambiente laboral. Me refiero a un tema serio y pernicioso. Son individuos que ejercen autoridad causando daño por sus conductas irresponsables, comportamientos desconsiderados o por su simple y llana incompetencia.
Cualquier extremo de la recta entre la intolerancia absoluta y la falta de dirección suele representar un riesgo a los resultados. Los malos jefes son aquellos que cortan alas, acaban con la creatividad y generan gastos que pudieran ser evitados. Los líderes tóxicos presentan una gama muy amplia: van desde aquellos que quieren controlar el más mínimo movimiento de su gente, hasta los que no se involucran con el equipo y quieren llevarse todas las palmas si hay éxito, pero sacan las manos cuando hay un resultado adverso.
No hay un solo tipo de jefes malos: