A diferencia de otras regiones en el mundo, los países de América Latina comparten una característica respecto a sus Fuerzas Armadas: la violencia rara vez es usada contra un enemigo externo, sino más bien uno interno, en la forma de crimen organizado, desastres naturales ó protestas sociales, por citar algunos ejemplos. Este concepto de “enemigo interno” de Wolf Grabendorff (2021), experto en materia de seguridad en América Latina, trae luz al polarizado debate que hoy vive México respecto a la apuesta del Ejecutivo en materia de seguridad pública.

Lo que demostró la reciente discusión en el Senado de la República, acerca de la extensión del periodo de participación de las Fuerzas Armadas Permanente, el Ejército y la Marina, en tareas de seguridad pública hasta el año 2029, son las secuelas de un largo proceso de politización que hace que el análisis de un tema de tal centralidad se atienda como un asunto de coyuntura política, en vez de un problema estructural.

La emergencia y recrudecimiento de problemas como el tráfico de drogas, armas y pesonas ó la migración, han hecho todavía más compleja la agenda de seguridad, ante la cual los Estados latinomericanos han ensayado diversas fórmulas en torno a la participación de Fuerzas Militares para atender no solamente tareas de seguridad pública sino, incluso, asegurar la capacidad de gobernar sus territorios.

Siguiendo a Grabendorff, en este escenario regional, la ampliación de las tareas tradicionalmente realizadas por las Fuerzas Armadas se da ante la incapacidad de las instituciones civiles para ejercer sus funciones, usualmente inferiores en equipamiento y entrenamiento que el crimen organizado. Y un elemento más que nos da la experiencia comparada es que, ante la crisis de gobernabilidad en algunas partes de América Latina, es de esperar que la necesidad de recurrir a las fuerzas militares aumente cada vez más. Lo anterior, en un contexto de inusual popularidad de los militares ante la población, a pesar de episodios negativos en el pasado o en la actualidad.

Sirva el preámbulo anterior para decir que el problema de seguridad en México va más allá de si queremos o no la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública. El tema de fondo es cómo debe ser su participación para recuperar la gobernabilidad de diversos territorios del país, en un marco de régimen democrático. 

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Algunas preguntas esenciales que deberían ocupar la discusión política son cómo avanzamos hacia un modelo de coodinación efectiva entre fuerzas civiles y militares, con una visión de protección de derechos humanos y en contra de la corrupción y la impunidad. Y no menos importante es cómo abrimos el sector de defensa a mecanismos democráticos de rendición de cuentas. 

El desarrollo de capacidades de investigación por los Ministerios Públicos tendría que ser una llamada de alerta para la clase política: sólo 10% de los delitos son investigados, mientras que cuatro de cada 10 carpetas de investigación abiertas logran una resolución ministerial, y de éstas, 65% son enviadas al archivo y en 19% se decreta el no ejercicio de la acción penal (México Evalúa, 2020). En suma, tenemos fiscalías y procuradurías que investigan poco y mal. 

Una justicia que sea expedita, pronta, completa, gratuita e imparcial, tal como se establece en el artículo 17 constitucional, debe ser ser parte de una Política de Estado en materia de seguridad pública y de justicia.

Es urgente mover la discusión sobre la seguridad pública hacia la construcción de consensos políticos transexenales y privilegiar un enfoque técnico y científico para medir, analizar y evaluar resultados de manera permanente y abierta.

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Contacto:

Maestra en Políticas Públicas por la Universidad de Oxford y Licenciada en Ciencia Políticas y Relaciones Internacionales, por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).

Twitter: @palmiratapia

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