Por Alfredo Kramarz* India representa el 18% de la población mundial y es la cuarta economía global. Su lengua -junto al hebreo- pone acento al idioma universal hablado en Silicon Valley y en las próximas décadas, optimizará su capacidad nuclear e integración territorial como resultado de los acuerdos alcanzados con Japón. A pesar de los retos que tiene por delante -revertir la desaceleración del crecimiento o controlar las tasas de desempleo- nadie duda de calificarla como: “superpotencia emergente” en Asia. Al frente de ese país-continente se encuentra Narendra Modi, quien administra con acierto el arte oculto de esculpir una nación. Durante su primer mandato cinceló los rostros olvidados de una civilización antigua que sobrevive bajo las imposiciones simbólicas de la modernidad. Supo petrificar -con sabiduría inglesa- nuevos sentidos del alma nacional poblando de estatuas la geografía urbana de la India y simplificó los clivajes políticos internos insistiendo en la importancia de un hinduismo cohesionado. Cultiva su personalidad pública con autoritarismo intra-estatal y recabando prestigio en la esfera internacional. Ganó con solvencia en un escenario electoral favorable y esto le ha permitido diseñar con libertad su equipo de gobierno. Un gabinete en el que destacan los nombres de Amit Shah (Ministerio de Interior) y Nirmala Sitharaman (Ministra de Finanzas). Fuerzas de choque contra la complejidad que invitan a dedicar los titulares de la prensa local al peso otorgado a su partido o a la feminización de la política. Modi polariza la sociedad redefiniendo el ámbito de lo venerable-laico y alertando de la amenaza fáctica que suponen las minorías “desleales” con el Estado. Denuncia sin complejos la existencia de agentes encubiertos del enemigo y no teme que su discurso corra el peligro de transformarse en una caza de brujas a favor de la uniformidad religiosa. Ante este panorama de colisión dialéctica/física, cristianos y musulmanes sólo pueden optar entre pagar el precio del desequilibrio social o encontrar parciales canales de representación en la actual mayoría parlamentaria. Gracias a su gestión los artífices de la integración de la India resucitaron en el imaginario colectivo a través de estatuas majestuosas, ofrendas florales y días de conmemoración (pienso en B. R. Ambedkar o Sardar Patel). Revivió las leyendas de la lucha por la independencia (Veer Savarkar, Netaji Subhas…), sin olvidar a los estadistas de épocas lejanas (por ejemplo, Bhagwan Basaveshwara -pensador del s. XII). Y los memoriales dedicados a figuras históricas de su partido -como Atal Bihari Vajpayee- se convirtieron en parada obligada dentro de la agenda del gobierno. En palabras del investigador Fernando Hortal, Modi secularizó los altares de la devoción popular sin perder de vista los réditos carismáticos de su política exterior. Encontró espacios de colaboración con la Administración Trump, acudió a la cita con Israel, intervino en el parlamento australiano, impartió conferencias en universidades surcoreanas, profundizó en las relaciones comerciales con la Unión Europea o visitó países africanos que albergan importantes comunidades de origen indio. El significado geopolítico de su reelección puede medirse con una imagen: mientras prestaba juramento de su cargo en Abu Dhabi se iluminó la torre ADNOC con su retrato. Quedan incógnitas por despejar y preguntas por hacer, entre ellas: ¿Modi está realmente dispuesto a alterar el tablero de juego de la política exterior? Nadie duda del significado de forjar alianzas en Oriente Medio o la importancia de considerar a Laos una pieza clave respecto a la ambición “imperial” china; sin embargo, faltan datos para saber las líneas maestras del segundo acto de su vida internacional. Por momentos, sus decisiones sólo parecen fuegos de artificio destinados a estabilizar la vida de una democracia imperfecta (menos en lo tocante a la relación con Pakistán). El liderazgo de Modi personifica un cambio de paradigma en la India: modifica las coordenadas de lo político que se cimentaban en las diferencias regionales o de castas. En la sobremesa que vendrá después del entusiasmo le tocará no perder la simpatía de las masas, ni la virtud. *Doctor en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid.   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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