Las personas y las empresas se parecen. Las más grandes y antiguas son las que tienen más experiencia, prestigio, son conocedoras de las mejores prácticas de la gestión la forma de tener el control del mercado. Han alcanzado el éxito, han paladeado las mieles de triunfar y eso tiene sus ventajas y desventajas. Llevan una delantera, supieron qué es lo que el mercado les pide y se lo dieron; lograron entender a sus clientes y les dieron lo que necesitaban. Por otro lado, es frecuente que se les vea poco dispuestas a pensar y hacer las cosas de una forma diferente —­¿para qué si así las cosas están funcionando?—no identifican razones para cambiar la forma en la piensan y hacen las cosas. Si les va bien, si el negocio sigue siendo rentable, no hay por qué arriesgar, el cambio les resulta algo estrafalario.

Puede que tengan razón. El cambio no es una moda ni una tendencia a la que tengamos que subirnos como quien se sube por primera vez a una tabla de surf. Si lo hacemos así, lo más seguro es que terminemos tragados por la ola si no tomamos precauciones. No obstante, quedarse quieto y sin adaptarse al mercado tampoco evita el riesgo. La disyuntiva no es sencilla, ¿cuándo llega el momento correcto para cambiar?

La respuesta puede parecer simple, aunque de difícil implementación: cuando el mercado nos lo solicite. Evidentemente, necesitamos estar muy atentos y aprender a calibrar los mensajes que nos llegan por parte de nuestros consumidores.

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Claro, hay veces que los mensajes de nuestros clientes y usuarios llegan alto y fuerte, tanto así que reaccionamos con rapidez. El problema es cuando las recomendaciones son sutiles y no les ponemos atención o cuando estamos tan cómodos en nuestra zona de confort, cuando la ceguera de taller nos aqueja y entonces no hacemos caso y seguimos tal cual, sin buscar caminos de innovación que nos impulsen y nos lleven a conservar liderazgo, a retener ventas, a conquistar nuevos segmentos.

El mercado habla y tenemos que aprender a escucharlo. Para entenderlo mejor, podemos recurrir a las enseñanzas de la anécdota de “La rana hervida”. Pensemos: ¿Qué pasaría sí tomamos una rana, y la lanzamos a una olla con agua hirviendo? Por supuesto, el pobre animalito reaccionará de inmediato, saltando fuera de la olla, ya que sus sentidos serán alertados por el exceso de temperatura. Lógico, sentirá que se quema y brincará a toda velocidad para salirse de la olla. No obstante, si en lugar de ponerla en un recipiente con agua hirviendo tomamos la rana y la introducimos en una olla con agua en temperatura ambiente, no saltará. Seguramente, se sentirá feliz en el agua. Pero, si empezamos a calentar el agua, si subimos la temperatura despacito la reacción será diferente. Al principio, el incremento será poco y quizás hasta agradable para la rana, de tal suerte que cuando la cosa se ponga a punto de ebullición, la rana estará lo suficientemente adormilada para no poder escapar de su fatal desenlace.

Insisto, las personas y las empresas nos parecemos. Todos podemos acomodarnos rápidamente a la temperatura agradable del agua, a la tibieza del ambiente y quedarnos disfrutando del confort de la zona mientras nos vamos adormeciendo, mientras nos anestesiamos. Por supuesto que, si el mercado nos da una sacudida fuerte, reaccionaremos rápido y nos moveremos de lugar. Pero, es muy probable que, si las señales son sutiles, estaríamos igual que la rana. Incluso, aquellas empresas que lograron éxito siendo innovadoras, pueden caer en la tentación de quedarse nadando en el agua tibia hasta aletargarse y desaparecer.

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Steve Jobs era un hombre que conocía muy bien los riesgos de quedarse en su zona de confort, abrazando la ceguera de taller. Por eso, cuando lanzó el mercado el primer iPhone, el producto fue todo un éxito. En aquellos días, la gente usaba su teléfono para hablar y los más aventurados mandaban mensajes. Pocos aparatos tenían la posibilidad de conectarse a Internet y de recibir correos electrónicos. Desde luego, a nadie se le ocurría que el teléfono podía servir para escuchar música, jugar, tomar fotografías o entrar a redes sociales.

Pero a Jobs sí se le ocurrió. Tuvo la capacidad de ver como una ventana de oportunidad se le abría e hizo los cambios necesarios para transformar la forma en que nos relacionaríamos con el teléfono móvil. Se movió de lugar, cambió, innovó. Nos entregó un aparato revolucionario y hoy el mundo entiende su uso en forma radicalmente distinta. No obstante, hace años que iPhone nos entrega exactamente lo mismo. Efectivamente, ellos llegaron al éxito innovando, aunque recientemente sus pasos rumbo al cambio son muy cautelosos, tanto así, que casi no se perciben las mejoras que nos están entregando con cada nuevo modelo. Seguro que, si Tim Cook nos mostrara los estados financieros y pudiéramos ver la contribución de iPhone en los márgenes de utilidad de Apple, veríamos que todo va bien. ¿Pero, por cuánto tiempo?

A veces me pregunto si Steve Jobs viviera todavía, si seguiríamos teniendo el mismo iPhone que se vende en las Apple Stores o si ya estarían ofreciendo algo totalmente distinto, con usos que ni nos imaginamos hoy día. La enseñanza de la anécdota de la rana hervida es importante: al igual que el animalito, muchas las organizaciones no están preparadas para los cambios graduales e imperceptibles, esto por la sutileza con que ocurren los mismos a través del tiempo.

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En cambio, una brusca disminución en las ventas o la fuga masiva de clientes frente a una disrupción que no fueron capaces de ver seguramente encenderá las alarmas y se tomarán las medidas correspondientes para no desaparecer. Cuidado, si la disminución es marginal, pero constante, es probable que las empresas no gasten energía ni siquiera en tomarlo en cuenta o no lo consideren grave. Hay que encender las alarmas, ya que al igual que la rana abrazó la muerte dormitando en aguas que poco a poco fueron incrementando su temperatura, así nos puede suceder en el campo profesional y empresarial.

Pequeños pero continuos cambios en las organizaciones, sociedades, tecnologías y mercados han llevado, llevan y llevarán a muchas empresas al mismo destino: dejar de existir si no optamos por un cambio innnovador. El efecto de la rana hervida nos debe encender los focos de alerta. Además, un cambio programado y gradual es mejor que uno disruptivo e imprevisto. ¿No lo creen?

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