Por Santiago Sánchez Navarro* La Ciudad de México captura la imaginación de millones en el mundo entero: se trata de una ciudad con cientos de años de historia y una vibrante vida social, política y económica. Su gastronomía y su cultura, el estallido multicolor de sus calles y el encanto de sus antiguos barrios atraen a muchos millones de turistas cada año. Pero quienes la habitamos sabemos que, además de todo ello, la ciudad es como una monstruosidad que se derrama lejos del horizonte: una bestia que crece sin control y asfixia a sus habitantes poco a poco. Nos hemos acostumbrado a ver cómo los barrios nacen en medio de la nada, en muchos casos generando graves daños a la ecología, y luego, a veces décadas tarde, nuestros gobernantes deciden que es tiempo de brindarles la infraestructura que se requería en un principio para integrarlos con el resto de la urbe. Hemos visto una y otra vez cómo los árboles ceden su lugar a la vivienda irregular y, eventualmente, se construyen centros comerciales y edificaciones de alta densidad en zonas que carecen de la infraestructura vial requerida. Desde los años en que fueron creados los ejes viales, hemos visto cómo los automóviles conquistan el espacio que, por derecho, les correspondía a los peatones, y cómo el transporte público se vuelve insuficiente para movilizar a una ciudadanía dinámica y productiva que todos los días sale a las calles en busca de mejores oportunidades para su futuro. Seguramente todos los habitantes de la Ciudad de México nos hemos hecho alguna vez la siguiente pregunta: “¿Quién planeó la ciudad?” Quizá la propia pregunta entrañe un optimismo que raya en lo naif y convenga reformularla: ¿alguien planea la ciudad? Da la impresión de que esta ciudad, como muchas otras ciudades de México se ha ido adaptando a sí misma, a su propio desarrollo, conforme ha ido creciendo sobre escasas regulaciones tibiamente aplicadas. Y esto se explica, en muy buena medida, porque los puestos públicos desde los cuales se dirige el desarrollo urbano están ocupados por políticos y no por urbanistas expertos. Si bien el fenómeno ocurre en otras áreas, como la salud, la educación y el deporte, la asignación de políticos a puestos vinculados con el desarrollo urbano es posiblemente más obvia que cualquier otra porque sus efectos son visibles e incluso respirables. ¿No sería tiempo de voltear a ver los casos de Medellín o de Curitiba? Durante los últimos años del reinado del narcotraficante Pablo Escobar, y después de la muerte de éste, en 1993, la ciudad colombiana sufrió una ola de violencia que la hizo tristemente célebre en todo el mundo. Los barrios marginados de las lomas que la rodean se volvieron territorios intransitables, con índices delictivos escandalosos. El rostro de Medellín comenzó a cambiar hacia finales de los 90 pero lo hizo especialmente a la llegada del político centrista Sergio Fajardo. Matemático de carrera y gerente por vocación, Fajardo renunció a las prácticas clientelistas e integró un gabinete conformado por expertos técnicos en cada área de gobierno, especialmente en las áreas relacionadas con el desarrollo urbano. Su plan para dotar a Medellín de un desarrollo urbanístico social hizo de la ciudad un ejemplo mundial de transformación. Las viejas comunas se volvieron atractivas incluso para el turismo y la popularidad de Fajardo lo llevó a contender por la Presidencia de Colombia. El caso de Curitiba es igualmente espectacular. Su éxito es atribuible al tres veces alcalde Jaime Lerner, un arquitecto y urbanista visionario que supo apostar por la movilidad urbana basada en el transporte público, y en el desarrollo sostenible de la ciudad mediante innovadores políticas de reciclaje, recuperación de los cauces pluviales y otras inteligentes estrategias. Como dijimos antes, la Ciudad de México es tan grandiosa como conflictiva y representa un reto grandísimo para cualquiera que pretenda gobernarla. Uno de los factores que contribuyen más decisivamente a esta circunstancia son los grupos de poder que controlan algunos sectores estratégicos. Se entiende que un gobierno capitalino debe estar preparado para lidiar políticamente con ellos pero, ¿no sería tiempo ya de dejar en manos de los expertos el desarrollo urbano y, a la vez, dotar de asesores políticos a dichos expertos para que puedan enfrentar los retos antes señalados? ¿No valdría la pena crear comisiones, debidamente empoderadas, que integren a especialistas de la sociedad civil con el fin de supervisar la ejecución gubernamental? ¿No sería eso preferible sobre un gabinete político tibiamente asesorado por expertos sin poder real? Yo pienso que la respuesta está a la vista y en los pulmones de todos. Así parece entenderlo, en principio, el gobierno de la ciudad, pues su titular de Desarrollo Urbano y Vivienda es un urbanista con experiencia en este campo. Sin embargo, sólo un tercio de las delegaciones de la Ciudad de México cuenta con ingenieros, arquitectos o urbanistas al frente de las direcciones de obras y desarrollo urbano. Esperemos que las nacientes alcaldías y sus titulares entiendan la importancia de dejar en manos de expertos sus políticas de vivienda, usos de suelo, desarrollo de espacios públicos, conservación de áreas naturales y todo lo que implica el crecimiento ordenado y armónico de una ciudad. *Cofundador de MéxicoShowroom y Director General de Propiedades.com   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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