Para Andrea, una triunfadora

Si yo pidiera en un auditorio lleno de personas entusiastas que levantaran la mano todos aquellos a los que les guste fracasar, estoy segura de que nadie elevaría el brazo. En la vida académica y profesional nos preparan para el éxito. Nadie nos enseña qué hacer frente al fracaso. Claro que tendría muy poca posibilidad de triunfo un curso que se titulara: Aprende a fracasar, tampoco se trata de eso. Se trata de entender que no hay forma de evitar el riesgo ni la incertidumbre; que en el camino, hay probabilidades de fracasar. Y, dado el caso, sería bueno saber qué hacer.

En una entrevista que le hice al escritor Antonio Muñoz Molina, un hombre sumamente exitoso en su ramo —ha ganado galardones tan importantes como el Premio Princesa de Asturias—, me sorprendió la humildad con la que me dijo: tengo muchísimos proyectos de novelas que resultaron en publicaciones fallidas. En vez de que se hiciera un silencio incómodo, se moría de risa y con gran sabiduría me dijo: no creas, es gracias a lo que salió mal que lo demás empezó a salir bien. Tiene razón.

Frente al fracaso, nos da por tomar dos caminos extremos: optamos por el sendero catastrofista, nos castigamos y tomamos una actitud penitente y lastimosa o minimizamos lo sucedido, tratamos de echar el polvo debajo de la alfombra y buscamos olvidarnos del asunto. Desdeñamos que entre el blanco y el negro hay un universo de tonalidades. En el fracaso, no todo es pérdida y es muy importante aprender a abordar un tema tan relevante en el terreno profesional y personal. No nos enseñan qué hacer frente a un proyecto malogrado. Es importante aprender. Pierde el que no entiende y no enmienda el camino. Un fracaso es una fuente de aprendizajes.

En esta condición, los ultra catastrofistas y los súper optimistas tienen que saber que un fracaso no es un punto final y tampoco es una coma, es más bien un punto y aparte. Un proyecto que no llegó a madurar como nosotros lo prefiguramos no significa que llegamos al final de un callejón sin salida y que ahí nos debemos quedar resignados en el abatimiento. Tampoco es algo trivial que se puede desestimar y mirar a otro lado como si nada hubiese sucedido. En ambas situaciones, el que fracasó está perdiendo. Pierde la oportunidad de analizar y enmendar.

Claro que el fracaso puede significar una pérdida absoluta. Pierde quien al desmoronarse quiere lanzarse al vacío de un abismo, quien insiste con necedad en seguir haciendo lo que ya dio muestras de ser un equívoco, quien no se detiene a valorar lo sucedido, quien trata de aventarle la responsabilidad a alguien más y no se hace cargo de lo que pasó.

En mi opinión, lo más difícil es admitir el fracaso. Hay que entender cuando más allá de echarle ganas, del entusiasmo y la perseverancia, el proyecto ya dio muestras de que no va a germinar. Los números son contundentes: si no hay utilidades, el objetivo no se alcanzó. Si en vez de haber más clientes, hay menos, quiere decir que el plan ya no funcionó. Si a pesar del tiempo de maduración en el plazo que se dio para conseguir los resultados, no se lograron, estamos frente a un fracaso. Cada proyecto tendrá sus índices de desempeño que, si no se consiguen, no hay que seguir en un camino de quebrantos y detrimentos. No olvidemos las verdades fundamentales: un negocio está hecho para generar utilidades.

Sí, el primer paso es reconocer el fracaso. Es evidente que al hacerlo, no nos queda un sabor de boca agradable. Después del trago amargo, viene el caos. Aquí vienen las posturas pesimistas de rechinar de dientes y desesperación o de minimizar los resultados. Cuidado, ambas posturas nos llevan a caminar en la dirección del cangrejo. Es mucho mejor preguntarnos ¿qué perdí? El rango de respuestas es muy amplio: puede ir desde la pérdida de un empleo, de dinero, de tiempo, de una oportunidad, de bienes materiales tangibles o intangibles. Es necesario denominarlo.

Denominar el fracaso tiene que ser muy preciso, es decir, debe ser concreto, claro y cuantificable. Por ejemplo, me despidieron de un empleo en el que ganaba tanto, no me contrataron en esta compañía para el puesto determinado, no conseguí la concesión de este negocio en específico, quebró la papelería que era mi proyecto de emprendimiento, no me aceptaron en esa universidad en la que quería estudiar, no tuvo éxito la sociedad que fundamos para emprender este proyecto. Una vez denominado, es importante analizar.

Analizar el fracaso significa entender dos cosas: las razones por las que se dio el fracaso y lo que me queda después del fracaso.

a) Las razones por las que se dio el fracaso es un análisis que nos invita a la reflexión y al aprendizaje. Se trata de ir a la búsqueda de la respuesta a la pregunta: ¿qué falló? En mi experiencia, la contestación sincera nos dejará ver que no todo estuvo mal. Se trata de separar con objetividad los elementos que no contribuyeron al éxito de un proyecto. ¿En qué me equivoqué? Esta respuesta puede ser muy iluminadora. Podemos caer en la cuenta de que, con una rectificación, podemos orientarnos al éxito.

b) Lo que me queda después del fracaso nos plantea la posibilidad de aprender y reflexionar sobre lo que viene después. El sabio dicho popular que se aplica es: “De lo perdido, lo encontrado”. En un naufragio, siempre hay elementos que se pueden rescatar. Hay equipo que se puede vender, cosas que tienen la posibilidad de ser reutilizadas. Eventos de los que podemos ganar experiencia.

El fracaso puede ser una fuente de inspiración para transformar nuestra experiencia amarga en un aprendizaje. Se logra, si y sólo si, logramos entrar en un proceso reflexión profunda sobre un cambio que nos llegó en la vida, en una dirección totalmente opuesta a la que habíamos planeado. Es en estos momentos en los que es muy importante activar nuestro cerebro y analizar con el enfoque de aprendizaje.

Subrayo con énfasis que en el fracaso no todo es pérdida. Un enfoque de aprendizaje nos invita a reflexionar en torno a las decisiones que se hicieron en un momento determinado: los patrones fallidos que nos sirvieron para elegir; los pronósticos equivocados que no se cumplieron; los riesgos que no se contemplaron; las debilidades que no se apreciaron en su dimensión exacta; las señales de alerta que no se atendieron. Sólo un necio los repetiría. Es por ello que las reflexiones y los aprendizajes tienen gran valor.

A partir de estas deliberaciones, tenemos mayores elementos para aprender de nuestros proyectos fallidos. No todos los planes que tenemos se pueden concretar ni todas las metas se llegan a alcanzar. No se trata de echar jugo de limón en la herida abierta, se trata de aprender todo lo que nos deja un proyecto que no floreció como nosotros queríamos.

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