Estamos a merced de los pequeños detalles. Esos que al tropezar con ellos se convierten en el amor de la vida o en un aneurisma.

Cuando uno se pregunta por el valor del detalle, sea en una conversación o en una declaración ministerial, lo más sencillo podría ser explicar, que como sucede con una imagen, los pixeles hacen la imagen.

Hay dos pixeles en nuestro proceso de pensamiento que se contraponen: el de la innovación y el de la resistencia al cambio.

¿Nos adaptamos para cambiar?

Para más de un filósofo de la historia nos encontramos bajo una especie de religión del progreso y un constante y peligroso estado de insatisfacción. Estos episodios apuntan a procesos de innovación que generan valor competitivo, pero ¿cómo hacer las paces con el vacío y la oquedad que surge al abrirse la ventana de cambio y tener que abandonar el punto al que nos habíamos adaptado ya?

La innovación coexiste con esta resistencia en el nivel individual, organizacional, social y nacional. Por sí mismo, el balance de fuerzas entre la necesidad de satisfacer el apetito de la novedad y la comodidad de haber encontrado algo familiar exige una visión de claridad para ambas partes.

La  Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico​ (OCDE) define la innovación como la aplicación de ideas nuevas o mejoradas que generan valor, pero Aldous Huxley captura su esencia al decir que se trata de ese momento en el que uno se aterra por el simple hecho de moverse hacia un lugar desconocido. De ahí la razón que llamen locos o insensatos a quienes tienen por gusto o profesión generar cambios.

Un 84% de directores corporativos considera que la innovación es absolutamente necesaria para la implementación de sus estrategias (McKinsey & Company, 2018), pero el 70% de los proyectos de cambio en las organizaciones fracasa debido a la resistencia al cambio (Journal of Change Management, 2012). ¿Estamos tratando de forzar una respuesta psicológica natural o nos hemos vuelto reacios a desarrollar la facultad de adaptarnos a la novedad?

¿A qué se teme con el cambio?

El cambio representa un desafío al sistema —sea del ser o de la organización— que usualmente responde al miedo a lo desconocido, a la pérdida percibida o al abandono de rutinas establecidas.

Sobre la paradoja entre la necesidad de innovar y la resistencia de movimiento hay

muestras que ilustran esta tensión entre fuerzas: en el sector académico los programas deberían —como base de sentido común— tener la prioridad de mantenerse al día con foco en las nuevas habilidades que exige el cambiante contexto digital. Pero en cambio, la nota reciente la dieron los libros de texto y el interés por politizar sus contenidos.

En política pública energética, no hay lugar para discutir la inmediata transición hacia energías renovables como parte de una estrategia integral que enfrente el cambio climático, pero hay visibles resistencias multifactoriales para anclar los combustibles fósiles a la producción energética del país.

¿Qué hacer?

Como buena paradoja, no hay solución sencilla. La plataforma inicial tiene que ser el respeto a las tradiciones y prácticas establecidas, así como a la intención de evolucionar o adoptar nuevas tendencias. Así se dan las bases para fomentar un entorno experimental que abra la posibilidad a la gestión del cambio con marcos de regulación y participación con comunicación efectiva y la creación conjunta de una cultura de adaptabilidad.

En papel se lee simple. El punto es que resulta crítico si la organización busca evolución en su propuesta de valor

Contacto:

* Eduardo Navarrete es especialista en Estudios de futuros, periodista, fotógrafo y Head of Content en UX Marketing.
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/eduardo-navarrete
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