Cuando uno mira el arte del pasado como el de Picasso nos desvela modos de interpretar la historia que nos sigue dando claves fundamentales para el mundo contemporáneo.

Esto es lo que se propuso la comisaria de la muestra, la conservadora del Thyssen e historiadora del Arte, Paloma Alarcó: “Siempre he querido poner a Picasso en la historia, y con esta exposición Picasso, lo sagrado y lo profano, hemos conseguido es ampliar de los ocho picassos que tenemos a 22 gracias a los préstamos”.

En total 38 obras reunidas gracias a los préstamos del Museo Nacional de Picasso de París y de otros coleccionistas e instituciones.

Son tres décadas de su producción y alrededor de tres tramas temáticas, con las que el espectador puede establecer ese diálogo que pone de manifiesto la singularidad y las paradojas de la obra de Picasso.

Paloma Alarcó nos conduce como guía de excepción por la exposición poniendo hincapié en “esa personal reinterpretación de Picasso en los temas y géneros de la tradición occidental y como los mitos y ritos tanto paganos como cristianos se fusionan en muchas de sus obras, sobre todo a la hora de tratar los asuntos más humanos de la vida, más universales como la muerte, el dolor, la violencia, el sexo…”

El discurso de esta exposición propone estudiar la audacia y originalidad con la que Picasso se acercó tanto al mundo clásico como a los temas de la tradición judeocristiana, descubriéndonos su capacidad de integrar elementos y problemas del arte anterior para reflexionar sobre la esencia de la pintura.

Para Picasso -enfatiza la comisaria- el arte era un medio de exorcizar tanto sus propios temores como los desafíos de la humanidad y él mismo se consideraba una suerte de chamán, poseedor de un poder sobrenatural con capacidad de metamorfosear el mundo visible. Y rodeado de todo un mundo de referencias, Picasso desempeña el papel de intercesor entre el arte y el espectador, a través de unos temas para los que la distinción entre lo sagrado y lo profano apenas existe”.

La primera de las tres salas la titula Iconofagia, donde se aborda el interés de Picasso por engullir a los artistas españoles del Siglo de Oro. “Hablamos del interés de Picasso por sus artistas preferidos. Cuando llega a Madrid a estudiar en la Academia de Bellas Artes se empapa de los clásicos del Museo del Prado, sobretodo los españoles, Velázquez, Goya, o El Greco -el aire, el tono, esa comprensión de formas, le influye en la época azul- marcaran definitivamente alguna manera su concepción del arte.

En La comida frugal se percibe la huella formal y simbólica de la estética de El Greco. Manos alargadas, comprensión del espacio, etc. a lo que va añadiendo cosas de Matisse, de los fauves, ya que él nunca abandona a sus grandes maestros.

Sus años de aprendizaje en París coinciden con la rehabilitación de la figura del Greco que había quedado en el olvido durante largas décadas. “Picasso siempre dijo que El Greco fue el primer pintor cubista, por ese alargamiento de las piezas y esa concepción abigarrada del espacio, una estilización de la figura que vemos en Hombre con clarinete, uno de los retratos más cubistas de Picasso, y que no está alejada de la forma con que El Greco aplasta la perspectiva hasta casi desvirtuarla, como en su “Cristo abrazando la cruz”, con quien se compara.

Velázquez es otro pintor que admiraba Picasso, (por el que pintará meninas más adelante). Su retrato de Mariana de Austria, esposa de Felipe IV, es una imagen que tiene que ver con los retratos de la época cubista. Y según va avanzado, a finales de los años veinte, cuando inicia otra relación con otra amante, casado con Olga Khokhlova a la que representa deformada pero sin perder la elegancia.

Es una época de crisis, y el artista busca el tenebrismo de Caravaggio, y al no tener el museo una pieza apropiada, la comisaria ha colgado el austero retrato de la reina, de color sobrio, pero con rica indumentaria que le permite comparar con las líneas cubistas de Cabeza de hombre.

Conocidos sus maestros, pasamos a la sala de Laberinto personal donde se centra en la narración de sus obsesiones personales, que no son pocas, mediante la re-elaboración de los mitos y epopeyas clásicas, ritos sagrados y profanos. Picasso siempre utiliza recursos autobigráficos y reivindica las maternidades, es una época feliz de matrimonio, nace su hijo, visitan Roma y se deja influir por el arte italiano.

Nos encontramos a un conocido Arlequín al lado de un Bronzino, un cuadro que al barón Thyssen le costó conseguir pues el coleccionista le pedía a cambio un Picasso de su colección, apunta la conservadora.

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Picasso, sagrado y profano

También se aprecian trasposiciones de las composiciones de los santos de Zurbarán en algunos retratos de Picasso, como en su Mujer en un sillón, otro retrato de Olga de cuerpo entero metamorfoseada a través de la geometría cubista y la deformación surrealista.

“Picasso tampoco abandona los temas de por vida pero cuando ese equilibrio familiar se rompe, necesita refugiarse en el tenebrismo…, la obra dura y bronca de Caravaggio. Como en el Thyssen no tienen un Caravaggio que se pueda comparar, recurre a un santo de José Ribera con manto rojo.

Al lado un cuadro de Olga ya descompuesto con volumen escultórico y un lenguaje surrealista de inspiración tenebrista, nos presentan a San Jerónimo penitente de José Ribera con su manto rojo que cubre su cuerpo, con la luz y el volumen parecen replicase en el sillón rojo que envuelve a la mujer de Picasso.

Mariè Theré, su nueva musa tiene 17 años, cuando él contaba 56, por lo que se representa como Fauno, como Minotauro. A mediados de los treinta el minotaruro empieza a decaer, ha perdido fuerza, coincidiendo con esa etapa que va a dejar de pintar, el minotauro ciego….

La tercera sala está dedicada a los acontecimientos históricos. Los mitos, los relatos de seres sobrenaturales a los que, desde el principio de los tiempos, acudieron los seres humanos para intentar explicar la vida y los misterios del universo y los ritos de los que, a lo largo de las culturas y religiones, se sustraer a la muerte se convierten en sus temas vitales, vinculados a la idea de sacrificio.

Picasso, nos explica la comisaria, era consciente de la carga simbólica de la imaginería religiosa que se servía del máximo realismo para inspirar devoción. Uno de los que aparece en su obra, la Crucifixión, o el martirio de Cristo, es uno de los temas que le lleva a su infancia a su Málaga natal famosa por su Semana Santa, y que en aquellos tiempos penetró en el joven. Vemos una estupenda escultura de Pedro de Mena, junto a la primera grabación de la una Semana Santa en cine por los hermanos Lumièr, de 1898.

Su Crucifixión es un buen ejemplo: una pequeña tabla de madera que traduce el tema en una desconcertante confusión de estilos, perspectivas, escalas y colores intensos. Aquí hay los elementos que le interesa, el dolor, la sangre, la madre llorando con el hijo en los brazos, su iconografía religiosa que repetirá en El Guernica “esa mezcla de una corrida de toros y una crucifixión”, como algunos la han visto.

Y llegamos a la figura del toro que ha ocupado desde la Antigüedad un lugar destacado en la cultura indoeuropea y en las civilizaciones mediterráneas, cuya imagen aparece en ceremonias rituales y fiestas.

En Corrida de toros parece como si la lanza de Longinos (de la Crucifixión de Cristo) se transforma en la vara de picador que se clava en el toro. “Picasso confronta lo sagrado de las crucifixiones de la tradición católica con lo profano del ritual de las corridas de toros para expresar como nos persigue -al ser humano- el dolor, el horror. “El toro moribundo es símbolo del horror y la violencia ancestral y puede relacionarse con la cultura mediterránea antigua, en concreto con el toro de Mitra, cuyo sacrificio tiene algo de mágico”.

Y es que Picasso había descubierto ya los Desastres de la guerra de Goya, que le abren los ojos a la iconografía de la violencia, del desgarro, del dolor para representar el desastre de la guerra civil española. Incluye dos aguafuertes de la serie: Estragos de la guerra de Goya donde se observa una estrecha correspondencia entre las figuras de la Virgen con Cristo muerto, o la Dolorosa, con esa mujer desesperada llevando a su hijo muerto de Guernica.

Los autoritarismos que se avecina en Europa en estos años treinta. Y esta violencia la representa a través de la tauromaquía y la iconografía religiosa mezclando sus elementos: Longinos con la lanza es el picador en la corrida de toros. Pero ante este terror de vivir en una Europa dominada por los totalitarismos, en medio todo toda esa ruina, también resalta la imagen del hombre, su dimensión humana … para recordarnos que también hay esperanza.

De ahí que termine la muestra con El hombre del cordero, donde Picasso vuelve una vez más a la tradición y recupera la imagen del pastor y el cordero, símbolo de la salvación del hombre, cuya iconografía se remonta a su vez, al Moscóforo griego, transformado en el Buen Pastor, recuperado en el Renacimiento.

Una vez más, Picasso se nutre de muchas fuentes para hacer una cosa nueva, para sacar una cosa inédita, siendo esa capacidad para expresar esa dualidad, esa lucha de contrarios, entre lo profano y lo sagrado, entre el caos y el orden, la guerra y la paz, la violencia y el amor, uno de sus grandes logros”, sin duda reflejo de su genial y complicada personalidad.

Con información de EFE.

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