Por: Isabel Fernández Castelló

El estado actual de las cosas tiende a permanecer. Los ciudadanos apoyan a un presidente si creen que han obtenido beneficios o si tienen expectativas de que los van a obtener durante su gobierno. Por otro lado, si los ciudadanos consideran que su nivel de vida no ha mejorado, quizás piensan que ello se atribuye a causas ajenas al presidente, como es el caso de la pandemia, y por ello optan por seguirlo apoyando.  

La sólida aprobación del presidente López Obrador radica en que se ha ganado la confianza de un alto porcentaje de la población, no con resultados, sino con una estrategia de comunicación muy eficaz en la que él controla la narrativa. El presidente ha logrado permear entre sus seguidores el mensaje de que él es diferente a los presidentes y políticos anteriores, y que no utiliza el poder para fines personales sino para proteger y defender al pueblo. Sin lugar a duda, su mayor acierto ha sido su capacidad para divulgar la narrativa de ellos contra nosotros.  

¿Es sostenible mantener altos niveles de aprobación sin resultados concretos a través únicamente de una narrativa de que las cosas están cambiando? 

Las personas no somos racionales. De acuerdo con la teoría de la racionalidad, las personas conocemos todos los aspectos más relevantes del contexto, nuestras preferencias son estables, y tenemos la capacidad de analizar todos los escenarios posibles y calcular cuál de todos es el óptimo para alcanzar el objetivo que nos hemos trazado. Es decir, si nuestro objetivo es tener un mayor ingreso, por ejemplo, los electores debiéramos conocer y evaluar todos los elementos para predecir cómo el proyecto de gobierno de cada candidato incidiría en que tengamos un mayor ingreso. Evidentemente ello es imposible, lo cual refleja la limitada capacidad de la teoría de la racionalidad para anticipar decisiones o comportamientos humanos. Aún en el evento hipotético de que pudiéramos elaborar un análisis certero de todos los escenarios, es imposible saber qué hubiera pasado si en lugar del candidato A, hubiera ganado el candidato B.

Es precisamente con esta lógica que surgió la economía del comportamiento, para tratar de complementar con nuevos hallazgos los supuestos que influyen en el comportamiento humano, y con ello tratar de acercarse a predicciones más realistas. La economía del comportamiento sostiene que las personas tenemos una racionalidad limitada y que nuestras decisiones están influenciadas por nuestras experiencias, creencias, recuerdos, emociones y preferencias.   

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Actualmente estamos en un contexto en el que los argumentos y la evidencia pierden fuerza ante un presidente que descalifica cualquier crítica como ataque a su proyecto de gobierno. Sus seguidores no le ven sentido a cuestionar, pues han caído en el juego de que cualquier ataque a su líder es síntoma de que les están quitando privilegios a las clases acomodadas, y por lo tanto es buena señal de que la Cuarta Transformación se está consolidando. Bajo esta lógica, cualquier debate es infructuoso, pues está condenado de origen. En el juego de la polarización, las ideas y los datos se extravían entre las descalificaciones personales, en los simplismos y en los maniqueísmos. 

¿Qué haría cambiar de opinión a la base de seguidores del presidente? Un alto porcentaje de los 30 millones de votos que obtuvo López Obrador en 2018 difícilmente cambiará sus preferencias en 2024. No pocos de los que votaron por él argumentan que prefieren continuar dándole el beneficio de la duda hasta el final de su sexenio, pues los anteriores presidentes tuvieron muchos años en el poder, varias oportunidades de mejorar el status quo y no lograron resultados satisfactorios para reducir la desigualdad y la pobreza. Peor aún, se dedicaron a enriquecerse descaradamente. Este argumento cobra mayor relevancia al mirar hacia la oposición y percatarse de la falta de alternativas nuevas, frescas, honestas, disruptivas que se vislumbran en el escenario político de cara al 2024.

De acuerdo con la teoría de los prospectos, las personas al tomar decisiones somos guiadas por el impacto emocional inmediato de las ganancias y pérdidas y no por los efectos de los prospectos en la riqueza y la utilidad en el largo plazo. Ello explica que un aumento marginal en los programas sociales pueda compensar la destrucción institucional o la terminación de programas que beneficiaban a los más vulnerables como las escuelas de tiempo completo, pues quizás los electores no perciben tangiblemente este impacto en el corto plazo.  

En Francia, en las elecciones se dice que los franceses votan en la primera vuelta con el corazón, y en la segunda con la cartera. En el caso de México, pareciera que, en 2018, muchos votaron con el hígado, pues una abrumadora mayoría votó por López Obrador en gran parte por el enojo y frustración que venía acumulando de las administraciones anteriores. Su triunfo se basó en dirigir su campaña hacia nuestro sistema uno del pensamiento, es decir, aquel pensamiento rápido, intuitivo, sin esfuerzo, dirigido a nuestras emociones. Apelar a terminar con la corrupción actuó como un imán de votantes. En 2024 muy probablemente esta estrategia será insuficiente. Si los electores votan con el corazón, quizás todavía les quede esperanza. Si votan con la cartera, puede ser que los cheques de los programas sociales cumplan con su papel de mantener votantes. Si votan con la razón, entenderán que, en el largo plazo, a nadie conviene continuar por la vía del retroceso democrático y la degradación institucional. 

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Isabel Fernández Castelló es consultora en asuntos públicos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México

 

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