Eduardo Verástegui quiere ser presidente de México y anda buscando las 967 mil firmas que requiere para ser inscrito por el INE como candidato independiente.

Puede lograr su cometido, aunque es probable que su impacto en la contienda de 2024 resulte marginal. 

La ultraderecha mexicana es sombría y prefiere actuar detrás del telón, como lo viene haciendo el Yunque en el PAN desde hace décadas. En ese partido han perdido influencia, porque el proceso de desplazamiento al centro es notorio y desde hace tiempo.  

En los últimos años los ultras han dado un paso al frente, como lo hicieron en el Partido Encuentro Social (PES) y que por pragmatismo se unieron a Morena en 2018, pero perdieron el registro, ya que no alcanzaron el 3% de la votación requerida ni en la Presidencia de la República, ni en las cámaras legislativas. 

Al arranque del gobierno de López Obrador, la organización FRENA intentó convertirse en un referente opositor. Inclusive realizaron un campamento en el Zócalo capitalino exigiendo la renuncia del titular del Poder Ejecutivo. Aquello fue un verdadero desastre, como se podía anticipar.

Verástegui busca justamente seducir a una franja de la ciudadanía que se encuentra alarmada con las políticas públicas de la 4T, sobre todo en materia de educación sexual, pero también a los que no convergen con la postulación de Xóchitl Gálvez, porque la ven demasiado liberal y reprueban su posición en el tema del aborto. 

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Es incierto que Verástegui le vaya a quitar votos relevantes a los dos grandes polos, el que se estructura con Morena y el que se armó en el Frente Amplio por México. 

Lo que sí pude ocurrir es que su proyecto provea de visibilidad a los sectores más conservadores y hasta retardatarios, los que se oponen a que las mujeres decidan sobre su propio cuerpo y los que creen que nos encontramos en la dictadura de la ideología de género. 

Verástegui en este momento no es un riesgo en términos democráticos, pero se puede convertir en eso si no se toma con seriedad lo que está ocurriendo y propiciando que en los extremos del tablero ideológico se estén conformando opciones para una ciudadanía desencantada y proclive al seguimiento de aventureros.

La ultraderecha suele irrumpir como una especie de chipote, como un salpullido, pero por regla general muestra menos de lo que en realidad puede significar con el paso del tiempo. 

Vox en España es un ejemplo, con posiciones contrarias al avance del derecho, de discriminación a los migrantes y desprecio por las mujeres, pudieron haber entrado en La Moncloa de la mano del Partido Popular. Por fortuna, los votantes decidieron que eso no era posible.

En nuestro país nos podemos llevar una sorpresa. Si bien la ultraderecha es residual, la degradación de la política, en menosprecio por el servicio público, el desencanto por las diversas alternancias presidenciales, les pueden abrir una ventana de oportunidad. 

De ahí que sea importante el recordar el enorme daño que los ultraderechistas causaron en Chile, Argentina y Brasil, para saber que no es un juego el que encabeza Verástegui.

Hay que tomar en cuenta que, está vez, el proyecto ultraderechista es claro y sin complejos. No quieren ocultar lo que son, más bien pretenden potenciarlo y con ello establecer una base sólida de crecimiento

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