Por Juan Francisco Torres Landa R.* Aunque parece como si ya hubieran pasado meses, las elecciones fueron hace apenas algunas semanas. Pareciera más tiempo porque ha habido un alud de información relacionada con los planes, intenciones y decisiones del candidato ganador y su equipo. Es tal el impacto que, para muchos, la transición ya empezó y a juzgar por la cobertura mediática y la trascendencia de declaraciones, tienen razón porque ya hay más caso a lo que hace y dice López Obrador que lo que aún dice el efímero Peña Nieto. Lo curioso es que, pasando la euforia de un triunfo arrollador, sustentado en gran medida en la oferta de acciones populares y señales de un cambio simétrico al deseo de acabar con la corrupción, abusos y canonjías de la clase política tradicional (misma que en este sexenio simplemente se voló la barda en cuanto a corrupción e irregularidades se refiere). Pero en este proceso ya llegó el momento de realizar una evaluación seria de lo que las promesas de campaña implican y cuál es el contraste de las mismas con la cruda realidad del país. Es decir, que una cosa es prometer, y otra muy distinta ejecutar y determinar cómo esas decisiones van a generar un impacto real en el desempeño del nuevo gobierno y la efectividad de las políticas públicas. La tentación de ser fiel a lo ofertado al público es enorme porque hablaría de alguien que cumple, que no tiene miedo a romper reglas, y que al final del día, no se dobló ante las circunstancias. Sin embargo, esa ruta ciega de ser muy ortodoxo pasaría por ignorar un estudio meticuloso de las posibles consecuencias en caso de avanzar con dichas propuestas. Cumplir es una cosa, pero conocer las verdaderas implicaciones de lo que se decida es lo que se debe entender como la decisión más responsable y deseable para la toma de decisiones. Así las cosas, la solicitud al nuevo gobierno y, en particular, al futuro presidente de México es que revise con cuidado las distintas materias que va a realizar y que se midan las consecuencias reales antes de llevar a cabo las mismas. Ejemplos concretos abundan. Veamos algunos de ellos. La austeridad republicana es un concepto correcto. Durante años y décadas fuimos testigos de cómo proliferó un abuso en la “presidencia imperial”, con gobernantes que no solamente vivieron, sino que lucraron con su estancia en el poder en forma como ni la nobleza de otros países reales hubieran soñado. Ahora el tema es cómo implementar esa austeridad de tal forma que no genere consecuencias adversas. Vender el avión presidencial se presentó como una forma de acabar con privilegios. Ignorando si el transporte como tal presenta cuestiones ostentosas que hubiera que revisar o modificar, el que el presidente pretenda utilizar medios públicos para transportarse es un grave error. Ningún país civilizado supone que su primer mandatario se transporte junto con el resto de la población. Aunque suena atractivo el tema de igualdad, en la vida diaria presupone problemas serios de seguridad, logística y orden. Ningún favor le va a hacer a la ciudadanía si se implementa esa decisión, menos aún al saber que el avión no es propiedad del Estado, sino que está sujeto a un esquema de financiamiento conforme al cual para salirse del mismo en lugar de recuperar dinero se van a perder recursos. Entonces lo mejor sería conservar el avión y utilizarlo dignamente. Algo similar ocurre con la institución del Estado Mayor Presidencial y la Residencia Oficial de Los Pinos. Poco o nada se ganará con su eliminación como mecanismos de seguridad, logística y trabajo del presidente, y por el contrario se generarán enormes complicaciones para el trabajo permanente del titular del Ejecutivo, y enormes gastos adicionales en el presupuesto federal. Evidentemente ya hay información técnica, operativa y económica suficiente para reconocer que no es oportuna la cancelación del proyecto en curso del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México. La operación del aeropuerto de Santa Lucía no permite por rutas de aproximación y despegue que se opere junto con el aeropuerto actual. Datos duros que no dejan lugar a duda de porqué debemos seguir con la obra en curso. Además, si de los usuarios se trata, las instalaciones actuales están más que rebasadas. Se puede discutir si el nuevo proyecto se debe conservar como un activo estatal o concesionarse, pero no permitir su ejecución es inviable e inconveniente. La reducción burocrática es una buena decisión si pasa por eliminar la obesidad con la que se ha incrementado el aparato gubernamental en las últimas décadas sin un criterio de eficiencia o de optimización. Esa parte puede y debe generar un buen resultado si pasa justamente por marginar el contenido graso de dependencias. Pero lo que no puede ser una buena idea es la de castigar una remuneración de mercado para los puestos de alta responsabilidad. Suponer que habrá gente capaz que esté dispuesta a sacrificar un sueldo competitivo por el simple orgullo de servir es tan iluso como pensar que esos puestos no requieren de mayor elemento que voluntad e integridad. Necesitamos servidores públicos bien pagados, que compitan por capacidad por esos puestos, que cumplan con sus obligaciones, que se responsabilicen por su desempeño, que en general deban demostrar con resultados lo que hacen, y que, evidentemente, ante el menor rastro de irregularidades o deshonestidad sean procesados y castigados ejemplarmente. Solamente así lograremos tener el gobierno eficaz y eficiente que queremos y merecemos. Mención específica amerita el anuncio de que se va a realizar la descentralización de prácticamente todas las Secretarias de Estado. Aunque hay una intención loable de que se pueda tener un impacto positivo en desarrollo regional y mayor cercanía con áreas de práctica territorial, no debemos casarnos con salir por salir. Hay que generar una base lógica de porqué se envían determinadas entidades a ciertos lugares, trabajar con los empleados a reubicar, etc. Generemos criterios objetivos para lograr resultados idóneos. En fin, que lo que le solicitamos al presidente electo y a su equipo es que no se dejen llevar por la inercia de las elecciones en hacer todo lo que prometieron a diestra y siniestra sin haber hecho el análisis de impacto real. No pedimos que se desdigan de sus promesas electorales, sino que las modulen y expliquen por qué implementar a raja tabla simplemente no hace sentido. Espero puedan generar una explicación clara y contundente que deje a todos satisfechos. Velemos por la lógica por encima de las promesas. Y, sin embargo, no dejemos de aplicar la máxima de que el mandato del electorado exige cambios visibles y claros. Que se cumpla esa expectativa sabiamente. *Secretario General del Consejo de México Unido Contra la Delincuencia   Contacto: Twitter: @JuanFTorresLand Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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