La semana pasada asistí a la ceremonia en la que muchos estudiantes se graduaron de licenciatura. El acontecimiento era todo un festejo por muchas más razones que las evidentes.  Se trató de ver cómo una generación de chicos resilientes llegaba a la meta después de haber librado obstáculos tan graves como la pandemia y todo lo que esta situación les echó encima: vieron la vida universitaria moverse a otro lugar, se les privó de la educación presencial, tuvieron que aprender a usar plataformas, adaptarse a las clases a distancia, regresar con medidas de cuidados extremas —uso de gel antibacterial, caretas, cubrebocas, tapetes sanitizantes, sana distancia—. Brincaron los obstáculos y cruzaron la línea de meta. La oradora fue Saskia Niño de Rivera y sus palabras me impactaron: ya no hay lugar para los mediocres, les dijo

No sólo me impactó lo que dijo sino la forma en la que lo hizo. Fue directa, clara y habló con la verdad. Siguió la fórmula retórica de Aristóteles y nos dejó pensando a todos los asistentes. Y, sí, al darme cuenta de la cantidad de jóvenes egresados que iniciarían la vida profesional, tuve el deseo de ver el futuro que les espera a cada uno de ellos. Por lo pronto, las expectativas no son muy alentadoras. Sabemos que vamos caminando al filo de una inflación que no se deja controlar, que estamos enfrentando un freno en la actividad económica y que palabras tan extrañas como “estanflación”, que ya habían caído en desuso, ahora se vuelven a escuchar. Por eso, para caminar en el terreno profesional hay que elegir entre las herramientas buenas, las mejores.

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Las palabras de Saskia siguen resonando en mis pensamientos, tuvieron efecto de largo aliento y se aplican tanto para el inicio de la vida profesional de los individuos como para aquellos que ya hemos estado algunos años en este ruedo. Efectivamente, el quehacer profesional no admite mediocridades. Es muy similar al juego infantil de las sillas, en el que, si no te pones listo, te quedas sin asiento. En realidad, lo que ella estaba diciendo era que debíamos optar por aquello que Tom Peters y Robert Waterman propusieron en 1982: ir en busca de la excelencia. ¿Qué significa eso? Significa precisamente eso: ya no hay lugar para los mediocres, ya no caben. Claro que fue dicho desde otra perspectiva.

La excelencia tiene componentes diversos: eficiencia, el aprovechamiento de economías de escala, la precisión de los pronósticos, las fronteras de los análisis, la capacidad de obtener resultados fuera de serie con personas normales y materiales regulares. No obstante, esos elementos no son suficientes. La excelencia también implica entender que estamos trabajando con seres humanos que se han de apegar a las mejores prácticas. Es tratar a los integrantes de nuestro equipo de trabajo con decencia y pedirles que brillen para que las cosas funcionen de una forma resplandeciente y destacada.

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En realidad, si lo pienso bien, que nunca ha habido lugar para los mediocres. Nadie quiere en sus equipos de trabajo a estas personas cuyo esfuerzo es mediano, tirando a malo, que no despliegan competencias ni aprovechan sus capacidades para llevar a cabo la actividad que realizan. Esas personas, proyectos, empresas que se quedan en el montón, que se obnubilan en el mercado, que no se hacen notar y que no destacan no hay quien las prefiera. Parece que estuvieran entumecidos, que les costara trabajo moverse para hacer que las cosas sucedan. Peor aún, los mediocres pueden estar frente a una ventana de oportunidad que está abierta e invitando —casi suplicando— a ser aprovechada y no hacer el esfuerzo para tomarla.

De acuerdo con Tom Peters y Robert Waterman, existen ocho atributos que nos acercan a la excelencia o que nos alejan de la mediocridad, dependiendo de la perspectiva que les queramos dar:

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  1. Tendencia a la acción. Se trata de buscar soluciones, filtrarlas por el análisis y ponerlas a trabajar. Una buena idea que no se concreta vale lo mismo que una idea que no se tiene.
  2. Hay que estar cerca del cliente. Es una pena darnos cuenta como toparnos con una empresa que da buen servicio, un profesional comprometido o un proyecto que de soluciones y no pretextos es una excepción. Nuestros clientes no quieren saber por qué no se hacen las cosas, buscan resultados. Hay que dárselos.
  3.  Innovación. La excelencia se logra propiciando campeones entre nuestro equipo de trabajo, a quienes se les aprecien las buenas ideas, con esos intrépidos que se atreven a echar sus sueños a volar y no se rinden frente a los errores.
  4. Respeto por el individuo.
  5. Práctica basada en valores. La filosofía empresarial debe ir más allá que sus logros, sus recursos tecnológicos o sus niveles de utilidades. Muchos proyectos exitosos, lo son porque son excelentes en esos valores ancestrales como la limpieza, la honestidad, la amabilidad, el servicio.
  6. Entender las reglas del juego, tenemos que saber cuál es el fundamento que le da sostén a nuestro proyecto profesional, a nuestros planes corporativos, a nuestros anhelos personales.
  7. Formas simples. Formas ágiles.
  8. Valores sólidos y operaciones flexibles.

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Si los observamos con detenimiento, veremos que estos atributos no son necesariamente sorprendentes. Ya los conocíamos. Son intuitivos. Son alcanzables. Son accesibles. No obstante, los mediocres parecen contemplarlos sin tener un compromiso verdadero. Los resultados saltan a la vista. La forma en que Peters y Waterman abordaron el tema es distinta a la manera en que lo abordó Niño de Rivera, sin embargo, están hablando de lo mismo. Optar por la excelencia es hacernos un espacio en un mundo en el que no hay mucho cupo, muchos de los lugares ya están ocupados y desde luego, los mediocres no caben. Más nos vale asimilar estas palabras lo antes posible.

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