El autoengaño cuesta a las compañías y a otras instituciones cantidades significativas de dinero cada año. La autoevaluación errónea conduce a objetivos inalcan­zables, fechas límites que no pueden ser respetadas, búsqueda de puestos y colocaciones que no se hicieron co­rrectamente. ¿Por qué nos aferramos a este costoso error? Y, ¿cómo podemos aprender a percibirnos correctamente?   Por David Berreby Hace mucho tiempo, durante mis años de estu­diante univer­sitario, obtuve un éxito que superaba todas mis expectativas en una pasantía remunerada de verano. Sin embargo, hubo un problema, que a pesar de que yo estaba haciendo mi mayor esfuerzo, llegó el invierno, la nieve cubrió las calles y Santa Claus saludaba desde las ventanas de las tiendas. Mi manera de justificar este asunto fue no darle mayor importancia. A mí me encan­tó laborar en un trabajo de adultos, por lo que el septiembre previo no regresé a la universidad. Mis jefes estaban complacidos por mi servicio inesperadamente eficiente y a bajo costo, y, por lo tanto, me retuvieron. Pero al culminar diciembre, mi jefe fi­nalmente me anunció que mi pasantía de verano había llegado a su fin. Recibí el año nuevo como una persona desempleada que había abandonado sus estudios universitarios.   No hay problema, pensé. Tenía un plan para conseguir otro tra­bajo formidable en tan sólo unos me­ses. Antes de obtener el trabajo del que me acababan de despedir, apliqué para dos pasantías de verano y fui aceptado en las dos. Por supuesto que volvería a aplicar para la posición que rechacé el año anterior. Sin duda, se ofrecerían a contratarme de nuevo. Únicamente tendría que desempeñar trabajos provisionales durante el resto del invierno y verano, y después volvería a hacer lo que me gusta. No esperaba que esto sucediera. Nunca lo consideré como un escenario posible el estar en una situación sin alternativas. Esto fue simplemente lo que yo supe que sucedió. Ninguna otra alternativa era concebible y ciertamen­te yo no las concebía. El estar un par de horas en cual­quier oficina revelarían el autoenga­ño (el sobrevalorar las capacidades personales y menospreciar los obstáculos), una característica em­blemática de la adultez. En Estados Unidos, Europa y Asia —que son lugares en donde los automóviles son comunes—, aproximadamente 80% de las personas se denomina como conductores que están “por encima de la media”. Asimismo, una investigación de la firma Opower encontró que la mayo­ría de los consumidores en Oriente Medio, América del Sur y Europa del Este piensan que están más preocu­pados por el medio ambiente y son mejores en conservar energía que sus vecinos. El autoengaño no está confinado a un género, una clase social o a un grupo de cierta edad. En una encuesta realizada por MSNBC Network y Elle.com, mucho más del 50% de una muestra de 26,000 personas encues­tadas se percibe como “por encima de la media”. Las edades de los encuestados os­cilaban entre 18 y 75 años. Entonces, la mayoría de los estudiantes piensa que está muy por encima del percentil 50 en lo que respecta a inteligencia y ha­bilidades, la mayoría de los profesores piensa que son docentes por encima de la media, la mayoría de los ejecutivos piensa que su desempeño laboral está cómodamente arriba de la media. No obstante, no todo mundo es tan extremo como el accionista que en una reunión anual de Tesla Motors recien­te preguntó si él, que no contaba con un conocimiento específico ni estaba calificado, podría tener un puesto en el Consejo. Pero diariamente todos nos enfrentamos a momentos en los que no somos capaces de vernos como los demás nos ven. Estas ilusiones no sólo ocasionan caídas vergonzosas en nuestras vidas personales. El autoengaño cuesta a las compañías y a otras instituciones cantidades significativas de dinero cada año. Como el economista Terran­ce Odean escribió, hasta cierto punto la volatilidad en el capital y en otros mercados está causada por los comer­ciantes que asumen equivocadamente que son lo suficientemente brillantes para atacar el mercado. Adicionalmen­te, cada año cientos de demandas van a juicio en lugar de llegar a un acuerdo, ya que los abogados sobrevaloran sus capacidades para ganar. Todas las organizaciones pierden cientos o miles de horas cada año por la falta de autoconocimiento. La autoevaluación errónea conduce a objetivos inalcan­zables, fechas límites que no pueden ser respetadas, búsqueda de puestos y colocaciones que no se hicieron co­rrectamente. ¿Por qué nos aferramos a este costoso error? Y, ¿cómo podemos aprender a percibirnos correctamente? Debería ser una tarea simple. Des­pués de todo, la mayoría de nosotros no tenemos problemas viendo a través de la autoevaluación ilusoria de los demás —el chico tímido de finanzas que quiere ser considerado para una posición directiva, el supuesto experto de PowerPoint cuyas presen­taciones son un desastre, el jefe torpe y despistado que da consejos a otros porque él es, en su mente, un gerente extraordinario. Aun cuando asumimos que los demás no nos conocen (porque hay mu­cho de nosotros mismos que nunca revelamos), asumimos que nosotros conocemos a los demás (ya que con ellos, lo que ves es lo que hay)—. Esta curiosa asimetría significa que cuando las personas aprenden uno de los más famosos estudios psicológicos de au­toengaño, su reacción es generalmente felicitarse por ser más inteligentes que las personas en el experimento. En ese estudio, los psicólogos David Dunning y Justin Kruger demos­traron que las personas que tienen escaso conocimiento de un conjun­to de habilidades son propensas a pensar que su desempeño en éstas es sobresaliente y que quienes realmente saben lo que están haciendo son más humildes. El efecto Dunning-Kruger es generalmente invocado para afirmar que las personas ineptas tienen una incapacidad para reconocer su propia ineptitud. Pero como Dunning le dijo al periodista Chris Lee en 2012, la verdadera lección del trabajo “es que uno debería detenerse para preocupar­se de la certeza de sus propias ideas, no de la certeza de los demás”. En otras palabras, ser capaz de detectar las deficientes autoevalua­ciones de los demás no contribuye a tu autoevaluación. La razón está constituida en el insidioso mecanismo de autoconocimiento. Tú aplicas dife­rentes estándares para tu persona que para los demás. Por consiguiente, las pruebas de probabilidad y evidencia que impones a las creencias de los de­más no están organizadas para desafiar su propia visión de su persona. Lo que evita que esto se sienta como un error es la abundancia de información adicional que piensas que tienes de ti mismo. Como Dunning ad­virtió, las palabras y acciones de los demás (y sus consecuencias) es lo único que ves cuando los juzgas. Pero cuando te miras a ti mismo, sabes (o piensas que sabes) mucho más: los sueños que nadie más ve, las aspiraciones que has tenido desde tu niñez, las buenas intenciones que nunca has expresado. Al conocer demasiado so­bre tu persona interna oculta, siempre puedes encontrar algo para justificar tus defectos y errores. De hecho, aun si tú en ese momento inventas una nueva excusa, la mente te lo presentará como si fueras una verdad profundamente arraigada que siempre habías sabido. Esta es la ironía del autoengaño: Mientras más conocimiento tengas (o pienses que tienes) sobre ti mismo, será más fácil rechazar información genuinamente útil en forma de malas puntuaciones, evaluaciones negativas, regaños y otra evidencia correctiva. Asimismo, tal y como lo describió Dunning y otros dos psicólogos en Psy­chological Science in the Public Interest: “el conocimiento de sí mismo mantiene únicamente una relación modesta y tenue con su comportamiento y rendi­miento real”. De hecho, una investigación neurocientífica reciente sugiere que el autoengaño color de rosa puede ser nuestro modo “predeterminado” para sobrellevar la vida. En un estudio publicado en Neuropsychologia, el neurocientífico Tom F.D. Farrow y sus colegas mapearon las regiones del cerebro que están más involucradas en el autoengaño, al combinar las imágenes de resonancia magnética con un procedimiento para suscitar pensamientos autoengañosos. Los investigadores querían medir las diferencias en la actividad cerebral cuando las personas se presentan a sí mismas bien en comparación con cuando se desacreditan. Estos hechos los condujeron a entender que a las personas les cuesta más trabajo desarrollar respuestas que los desa­crediten de lo que les tomaba hacer respuestas que hagan lucir bien. Eso sugiere que observarse a sí mismo de manera negativa involucra un mayor esfuerzo mental. La implicación, como los investigadores lo establecen es que “fingir bien” puede ser nuestra “moda­lidad predeterminada” más practicada. Por lo tanto, tal vez sea completa­mente normal ser demasiado positivos sobre nosotros mismos y nuestros pros­pectos. De hecho, como los psicólogos Lauren Alloy y Lyn Yvonne Abramsonn concluyeron con sus experimentos, las personas que sufren de depresión son aquellas que tienen una visión más acertada de ellos mismos y de su desempeño. ¿Por qué el resto de nosotros tenemos que imaginarnos que somos excepcionales? En su libro Seeing Red, el psicólogo británico Nicholas Humphrey propone que sentirse único y especial es una adaptación antigua y poderosa para los animales. La conserva­ción, argumenta, la puede desarro­llar más fácilmente y rápidamente una criatura que sienta que valga la pena ser preservada. Nuestros ances­tros no eran anfibios que pensaban “yo sólo soy un renacuajo como cualquier otro”. Ellos fueron los que hicieron una introspección en sus reflexiones y pensaron el equivalente prehistórico de “tú eres especial, porque tú eres tú”. Si eso es asertivo, entonces la mente ha horneado profundamente dentro de sus cavidades una resistencia a las noticias, es decir, que su dueño y todo lo que valora no son nada especial, no tiene un talento particular y no tiene grandes expectativas de éxito. Sentirnos especiales es una parte del ser humano y cualquier cosa que diga que no somos sorprenden­tes o únicos no es bienvenida y nunca lo ha sido. Como un guerrero ame­rindio capturado por sus enemigos en el siglo xix, en Sudamérica le dijo a un misionero: “Ahora sin ser pintado me veo como un esclavo y sin tener las plumas adheridas a mi cabeza, a mis brazos, alrededor de mi cintura, como la gente importante de mi país, sin los decorados, prefiero mo­rir”. Puede ser que nosotros realmente no podamos vivir sin la noción de autoengaño, de que somos talentosos, importantes y destinados para la gloria. Quizás, entonces, no deberíamos siquiera desear deshacernos del au­toengaño, por lo menos no completa­mente. Después de todo no se puede negar que un sentido exagerado de sus propias capacidades ha ayudado a muchas personas exitosas a lograr objetivos que otros dijeron que eran imposibles. Hace dos décadas, Samantha Power, que actualmente se desempeña como embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, era una pasante en Carnegie Endowment for International Peace (Fondo Carnegie para la Paz Internacional) que quería ir a los Balcanes y reportar sobre las guerras que antecedieron la ruptura en Yugoslavia. El problema era que ella particularmente no tenía experiencia como reportera de guerra y no podía obtener las acreditaciones que reque­ría. Su oficina, sin embargo, estaba en el mismo edificio en el que estaba la revista Foreign Policy, entonces una no­che Power “tomó prestados” algunos artículos de papelería de la revista para pedir su acreditación para reportar desde Bosnia. La maniobra funcionó y pronto Power estaba reportando para uno de los principales centros de noticias. Su carrera, que años después incluiría un libro relativo al genocidio ganador del premio Pulitzer y años de servicio público de alto nivel, fue impulsada. Si ella hubiera sido realista sobre sus cualificaciones y prospectos en 1992, tal vez nunca hubiera ocurrido. Tú puedes argumentar que Power era, además de talentosa, muy afortunada. Pero los beneficios del autoengaño no se limitan a ayudar a pocos soñadores a alcanzar sus sueños. Parece que tener una visión de color de rosa de nuestros propios errores puede contribuir a que las personas tengan vidas más ordinarias. En un artículo que pronto será publicado en Journal of Experimental Social Psychology, la psi­cóloga Alexandra E. Wesnousky y sus colegas encontraron que las personas se desempeñan mejor cuando se imaginan que sus rasgos negativos tienen un lado bueno. En su experimento, eligieron a un grupo de estudiantes con puntua­ción elevada en impulsividad y los dividió en dos equipos. Uno leyó un artículo supuestamente científico que “demostraba” que la impulsividad está relacionada con la creatividad. El otro equipo leyó un artículo que “probó” que la creatividad e impulsividad no estaban conectadas. Posteriormente, les proporcionaron un objeto a los integrantes de cada equipo y les dieron la instrucción de ver todos los usos posibles de éste. Los estudiantes impulsivos que acababan de leer que la im­pulsividad aloja a la creatividad lo hicieron notablemente mejor, encontraron más usos para el objeto que los estudiantes impulsi­vos que leyeron que la creatividad y la impulsividad no están ligadas. Si tiene un rasgo negativo, entonces creer que tiene un aspecto positivo mejorará su desempeño.   La conciencia plena A la conciencia plena frecuentemente se le asocia con la meditación, sin embargo, no hay necesidad de estar en posición de loto. Simplemente es el estado de prestar atención a su propia mente, observarla cuidadosamente sin hacer juicios. En el curso de un día, prestarle atención momento a momento a la experiencia disponible, nosotros esporádicamente notamos nuestras reacciones o estados y cuando utilizamos dispositivos para “cuantifi­carnos” medimos los estados físicos para ver qué tan bien conformamos con un objetivo. La conciencia ple­na involucra un tipo distinto de ob­servación. El principal objetivo es alojar y expandir lo que el psiquiatra Dan Siegel llama “observación men­tal” (mindsight) nuestra capacidad para percibir nuestra propia mente, así como de las de los demás. La observación mental, comenta Sie­gel, se convierte en algo evidente cuando decimos “me siento triste” en vez de “estoy triste”. La segunda lo limita a un sentimiento del momento, como si triste eres tú y tú fueras esa emoción. Pero al pensar “yo me siento triste”, Siegel describe: “sugiere la habilidad de reconocer y conocer un sentimiento, sin ser consumido por él”. Las habilidades de concentración que son parte de la observación mental hacen posible ver algo que está dentro, aceptarlo y en la aceptación dejarlo ir y, finalmente, transformarlo”. Desde que el futuro es inheren­temente desconocido, una mejor manera de compararnos en diferentes momentos es viendo hacia atrás. El escritor y ejecutivo de Mercadotecnia Terri Trespicio propone una prueba a 10 años como un recurso para tener una mejor visualización de nosotros mismos. A diferencia de muchos enfoques motivacionales, su concen­tración no está en el futuro, sino en el pasado; visualiza lo que eras hace 10 años. Esa era una persona que conoces o conociste Puedes hacer una buena predicción de cómo se ve esa persona actualmente. Es una gran idea para promover una visión más distante del individuo. Utiliza uno de los principales recursos del autoengaño, la abundancia de información que tenemos (o pensamos que tenemos de nosotros mismos) y lo convierte en un lente para ver más claramente. Cuando tratamos de evaluarnos a nosotros mismos objeti­vamente, no podemos asegurarnos de que estamos en lo correcto (no pode­mos salirnos de nosotros mismos) y cuando tratamos de imaginar como los demás nos ven, generalmente estamos en un error (ya que no conocemos a los demás suficientemente bien para estar seguros de cómo nos perciben). Como el alcohol, la marihuana, el amor apasionado y otras fuerzas que alteran las mentes, el autoengaño es muy peligroso. No puedes lograr mu­cho si lo conviertes en su guía. Pero los líderes no son personas que evitan el autoengaño del todo. Son aquellos que lo usan moderada y cautelosamente con conciencia. La autora S.E. Hinton, quien decidió que ella podía escribir una novela aun estando en prepa­ratoria (y lo hizo, y después escribió muchas más), describió su conciencia bien: “Me mentí a mí misma todo el tiempo”. “Pero nunca me creí”. autoevaluacion_foto1 Este Artículo fue publicado en la revista Korn Ferry Briefings. 

 

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