Polanco, 3:00 pm. Es la hora de la comida en el epicentro corporativo de la Ciudad de México. Aquí se encuentra uno de los 60 locales de La Casa de Toño, firma restaurantera emblemática en el centro del país. 

Quien ha estado en alguna de “las casas de Toño” sabe de qué se trata: los colores verde y blanco que le dan identidad, un menú de antojitos tradicionales, un gran salón inundado por la ligereza de decenas de mesas y sillas, la iluminación más fría que cálida y la velocidad del servicio como marca registrada.

A La Casa de Toño se viene a comer, pero también a confirmar que los milagros de la gastronomía inmediata son reales.

Y sucede: no habían pasado ni cinco minutos desde que el hombre de traje y corbata pidió una quesadilla y un pozole a uno de los meseros, cuando los platillos se materializaron en la charola de otro empleado y aterrizaron en el lugar indicado.

La Casa de Toño podría ser un restaurante más en una de las grandes capitales del mundo, pero es muchas otras cosas: la formalización exitosa de la street food mexicana, el diferencial de servicio que deja impresionados a miles de comensales todos los días y, sobre todo, una historia de emprendimiento y tenacidad en un mercado que, por su infinita competencia, parecería imposible.

La Casa de Toño
Foto: cortesía.

UN INICIO COMÚN

Fue a inicios de los años 80 cuando Toño, en sociedad con el esposo de una de sus primas, empezó con un negocio de antojitos mexicanos. Era un anafre en la banqueta, en la calle de Floresta, al norte de la Ciudad de México, frente a una gasolinería.

El INEGI dice que ésta es una de las expresiones más comunes de la economía mexicana. Previo a la pandemia, la dependencia registró unos 584 mil locales de comida –formales e informales– en todo el país. Hay cerca de 5 establecimientos de comida por cada mil habitantes.

Dicen que el esposo de la prima se retiró del negocio a las pocas horas de haber empezado a vender, justificando “miedo escénico”. 

Toño le preguntó qué pasaba con el anafre y el dinero invertido en los guisos, que habían salido de la cartera del desertor. “No importa, te los regalo”, le respondió. Ese fue el último acuerdo antes de que la sociedad terminara para siempre.

“Le digo a Toño que su negocio empezó con un préstamo a fondo perdido, porque nunca pagó por el anafre”, dice Miguel Prado de forma irónica.

Prado es el CFO de La Casa de Toño, un hombre con cara de muchos amigos que cuenta la historia de la marca desde sus oficinas corporativas.

Toño siguió con su pequeño negocio, con gran éxito durante los fines de semana, pero una tarde, la autoridad se hizo presente y le exigió retirarse de la calle.

Hasta este punto de la historia, los inicios de La Casa de Toño se parecen a los de decenas de miles de negocios de comida en el país.

De acuerdo con el INEGI, más de 300 mil unidades económicas de la industria restaurantera corresponden a locales y puestos de tacos, de tamales, de antojitos mexicanos y torterías, giros que albergan una buena parte de la economía informal mexicana.

Pero la historia de Toño toma un rumbo diferente, quizá por la visión que despertó a partir de aquel desalojo.

Tras este primer tropiezo, Toño retomó su proyecto, esta vez en el garaje de la casa familiar, en donde también agregaría al menú el tradicional pozole. 

Su madre y su abuela (poblanas de nacimiento) eran las encargadas de la cocina, y en honor a ellas el lugar fue bautizado como “Las Dos Poblanas”.

“Al poco tiempo una de las clientas le preguntó a qué se debía el nombre de Las Dos Poblanas, si entre los comensales el lugar era conocido como La Casa de Toño”, evoca Prado.

El negocio había encontrado su nombre.

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