Por Ricardo Fuentes-Nieva* El mundo está dividido en dos linajes: los que tienen y los que no, de acuerdo con la abuela de Sancho Panza en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Esta sabia mujer hoy se sor­prendería de que 400 años después de su aforismo, las 62 personas más ricas del mundo acumulan la riqueza equivalente de 3,600 millones de personas que se encuentran en el otro extremo de la distribución. Éste es el estado del mundo. Va­rias voces desde hace varios años –de distintas tendencias ideológicas y políticas– se han pronunciado contra la extrema desigualdad. Desde el papa Francisco hasta el presidente Barak Obama, pasando por Des­mond Tutu y la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde, han hablado de la amenaza que presenta la desigualdad económica para el funcionamiento de las sociedades. Todos han susten­tado sus argumentos en los análisis de académicos reconocidos como Thomas Piketty, Branco Milanovic, Joseph Stiglitz, entre otros. Desde enero de 2014, en el marco del Foro Económico Mundial celebrado cada año en Davos, Suiza, Oxfam reveló que 85 personas tenían la misma riqueza que la mitad más pobre del mundo. Ahora son sólo 62 multimillonarios, de los cuales nueve son latinoamericanos. En México, nuestro análisis reveló que el 10% más rico de la población mexicana concentra el 64.4% de la riqueza. De acuerdo con Credit Suisse, el 1% concentra el 43.3% de la riqueza. grafico_riqueza La pobreza y desigualdad de in­gresos están relacionadas de manera aritmética y estadística. Cálculos recientes como los de México, ¿cómo Vamos? muestran una correlación positiva entre los niveles de pobreza y desigualdad en los estados mexica­nos. Y por definición, si se reduce la desigualdad, la pobreza disminuirá más rápido, dada una tasa de creci­miento similar. Sin embargo, éste no es el punto más importante. El problema es que estamos acostumbrados a entender la pobreza de manera muy específica. Para muchos, la pobreza es no tener suficiente ingreso para cubrir necesidades básicas. En México, de acuerdo con el Coneval, hay 64 millones de personas viviendo en esta condición –alrededor del 53% de la población– algo que es inaceptable y sobre todo en un país de ingreso medio alto. Pero la pobreza no es sólo no tener ingreso suficiente, como el mis­mo Coneval reconoce. La pobreza es también no tener la oportunidad de decidir el futuro propio o no tener la oportunidad de contribuir a la sociedad. La pobreza también es la imposibilidad de actuar libremente y ejercer derechos, la incapacidad de expresar opiniones y necesidades, de avanzar socialmente con base en el mérito y el esfuerzo. La pobreza también es ausencia de poder e influencia. Y es así que la pobreza se conecta con la concentra­ción extrema de riqueza. De acuerdo con el estudio Desigualdad extrema en México, rea­lizado por Oxfam México, el diseño y estructura del sistema tributario es también uno de los aspectos en los que la élite económica mexicana ha logrado influir de manera preponderante. En el país no se tiene una política fiscal progresiva. Así, mientras que el promedio de los paí­ses de la OCDE obtiene el 32.5% de todos sus ingresos a partir de impuestos en bienes y servicios (lo que incluye impuestos al consu­mo e impuestos especiales), México obtiene el 54% de todos sus ingresos por esta vía. Es decir, la estructura fiscal está más orientada a gravar el consumo que el ingreso personal o empresarial. El poder económico y políti­co desmedido de unos reduce la capacidad de acción e influencia del resto de la sociedad. ¿Quién tiene más posibilidades de recibir una invitación a una cena con algún miembro de la alta esfera política del país?, ¿alguno de los miembros de la lista de forbes o el resto de la sociedad? La riqueza se está convir­tiendo rápidamente en la fuente más importante de poder e influencia en el mundo. La concentración extrema de riqueza produce una captura políti­ca, es decir, la influencia excesiva e indebida sobre la toma de decisiones y los procesos democráticos que esa riqueza permite a las élites del país. Peor aún, estos procesos sesgados de toma de decisión que benefician a unos cuantos se convierten en reglas, en instituciones y en narrativas. Es así como industrias oligopólicas son protegidas por décadas y se presen­tan como industrias innovadoras, creadoras de riqueza y tomadoras de riesgo, cuando en verdad están extrayendo rentas. La igualdad de oportunidades, que es mencionada regularmente como el verdadero objetivo, es un mito. Un sistema que recompensa el talento, la innovación y que pone los incentivos necesarios para el desarrollo de las personas es un sistema en el que cier­to nivel de desigualdad es necesario para recompensar decisiones personales y habilidades distintas. Pero vivimos en algo muy lejano a este sistema. Como muestra el análisis de Forbes, la gran mayoría de las fortunas más grandes del país son heredadas. Estu­dios del Centro Espinosa Ygle­sias indican que la sociedad mexicana es mucho más rígida en términos de movilidad social que la sociedad esta­dounidense, especialmente en la parte alta de la distribución. En México, los millonarios que se hacen a sí mismos son muy pocos (sin tomar en cuenta el tráfico de drogas, que es otra historia), la mayoría nacen con este privilegio y lo heredan. Este privilegio se tergiversa: recientemente, un presentador de te­levisión que ha sido la promesa del futuro durante los últimos 25 años –y al parecer siempre lo será– e hijo de otra figura televisiva del pasado, sugirió que para salir de la pobreza, las personas en esa condición ten­drían que trabajar mucho más (utilizó otra palabra). Este desafortunado comenta­rio da muestra de cómo piensan personas que heredan su posición. Es necesario un cambio. Un sistema que extrae rentas, privilegia las decisiones y necesidades de unos pocos y, además, promueve la idea de que los pobres son tales por pereza, es injusto, ineficiente y, ahora mismo, insostenible. El deseo de disminuir la des­igualdad no es un ataque a los empresarios o a los multimillona­rios. Este deseo surge de una crítica severa a un sistema económico y político que permite la acumula­ción o el incremento de fortunas heredadas a través de monopolios u oligopolios y que mantiene en la marginación política, económica y social a millones de personas. Un sistema tal no sólo es injusto, es ineficiente y está muy lejos de fomen­tar una sociedad donde el talento sea recompensado y tenga el potencial de ser desarrollado por muchas más personas con acceso a las mejores oportunidades y donde se multipli­que la actividad empresarial exitosa, no donde ésta sea producto de la confluencia entre el poder público y el poder privado. En países con mucha menor desigualdad, las personas tienen mucha mayor capacidad de prosperar por sí mismas. La desigualdad no es inevitable y la evidencia es clara: los países con mejor distribución de la riqueza tienen menores niveles de pobreza, mejores sistemas de salud y educa­ción y una mejor calidad de vida. Los niveles de desigualdad actuales no son una casualidad, ni un efecto negativo del crecimiento económico o la globalización; son el resultado de decisiones políticas deliberadas que escuchan al 1% por encima de la voz del 99% restante. En ese 99% están las personas que quieren poner una pequeña o mediana empresa, están los profesionistas que buscan em­pleo, están las mujeres jóvenes que se integran a la fuerza laboral y están también las poblaciones altamente excluidas como los indígenas y las comunidades rurales. De hecho, hay un ejemplo muy concreto sobre cómo las decisiones políticas reducen la desigualdad y benefician a la mayoría: De acuerdo con Forbes, la fortuna del millonario mexicano Carlos Slim disminuyó en 15,900 mdd durante el año 2015, una caída en su fortuna personal del 22%, en parte como consecuencia de la reforma en telecomunicaciones y la decisión del Instituto Federal de Te­lecomunicaciones de declarar como empresa preponderante a América Móvil. Con esto, el resto de la socie­dad mexicana ha sido beneficiada al pagar menos por sus servicios de telefonía celular. Es un caso muy específico pero tangible de cómo se cierran brechas de desigualdad y se beneficia a la mayoría –todos aquellos que utilizamos día con día un teléfono celular. La pregunta más importante es: ¿por qué no se implementan políticas en todas las industrias donde hay ausencia de competencia y un desmedido poder de mercado que se traduce en extracción de rentas? Oxfam, organización que ha trabajado durante más de 70 años en la erradicación de la pobreza y la injusticia, afirma que la desigualdad es una de las amenazas más grandes de nuestros tiempos, y que sólo un debate franco sobre sus causas y efectos podrá provocar los cambios que requieren las sociedades actuales. El problema de la desigualdad tie­ne que ser atacado porque socieda­des que marginan y excluyen a gran parte de su población de beneficios políticos y económicos pierden legitimidad, estabilidad y capacidad de innovación. Son sistemas cuyas instituciones son débiles y que tarde o temprano se convierten en ogros ineficientes e improductivos. La experiencia histórica posterior a la Segunda Guerra Mundial mostró que sociedades más incluyentes son posibles pero es necesario tomar esas decisiones políticas. La fuerza de la discusión global y nacional sobre la desigualdad mues­tra el deseo de cambio y la oportuni­dad de construir una economía donde se generen oportunidades y que anteponga los intereses de la mayoría. Hay algunos que lo entienden así. Warren Buffett, un personaje común en las listas de multimillonarios, comparte gran parte de este análisis y ha sugerido recurrentemente, por ejemplo, pagar más impuestos. Buffett entiende que en el siglo xxi la gran brecha entre los que tienen y los que no puede y debe reducirse. *Ricardo Fuentes-Nieva es director ejecutivo de Oxfam México, una empresa con presencia en nuestro país desde 2010, que forma parte de la Red Global Oxfam y combate la desigualdad para reducir la pobreza a través de acciones en las zonas y poblaciones más vulnerables.

 

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