Crónica personalísima de un recorrido por las más de 50 obras de los luministas españoles, que se exponen en el Museo Nacional de San Carlos hasta el 30 de junio.   Fotos: Genaro Mejía   Fue como ir de visita a mi propia casa. Ahí, adentro del Museo Nacional de San Carlos, me encontré, en las pinturas de Joaquín Sorolla, con mis tías, mis primas y hasta con mi madre cuidándome a orillas del mar. No importó que allá fuera, en esa tarde de abril, el cielo amenazara con lluvia. Yo, de jeans, tenis y gorra, con barba de varios días, pude caminar unas cuantas cuadras desde mi casa hasta el número 50 de la calle Puente de Alvarado, en la colonia Tabacalera. Y ahí me encontré con mi otro hogar, con mi otra familia, en los personajes pintados por Joaquín Sorolla, Ignacio Zuloaga, Ignacio Pinazo y otros artistas valencianos representantes de la pintura española de finales del siglo XIX y principios del XX. En la exposición Prodigios de la luz, que se inauguró el 20 de marzo y estará disponible para cualquier visitante hasta el 30 de junio, me encontré a mi abuela y a mis tías en Desenredando redes, una de las piezas emblemáticas de Sorolla, donde un grupo de mujeres trabaja a la sombra de una choza, mientras a lo lejos entra el sol por la puerta donde se vislumbran la playa y una lancha. remendando redes_sorollaGran parte de las obras provienen del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, una del Museo Franz Mayer y otras de la Colección Pérez Simón. En el viaje también me encontré a mi hermana de pequeña en la pintura Niña (también de Sorolla), donde una pequeña mira detenidamente el mar, mientras al fondo un grupo de niños desnudos juega entre las olas. Incluso, por ahí andaban entre los cuadros algunas de mis tías, o por lo menos se les parecían mucho las mujeres de ojos grandes, risueñas y cómplices que aparecen en obras como Retrato de la Señora de Urcola (Sorolla), Pescadoras en la playa (de José Mongrell) o El palco (de Ignacio Zuloaga).   IMG_0075Extranjero en tu propio barrio Esa tarde de domingo, nublada, pero calurosa, pude mirar mi barrio con otros ojos, como si no llevara ya más de 12 años recorriendo esas calles cercanas al Centro Histórico de la ciudad. La sensación de ser extranjero me persiguió todo el día, incluso frente a las figuras que te dan la bienvenida en el Museo de San Carlos. No pude evitar sentir nostalgia ante las dulces formas femeninas de la escultura Bacante, del francés Jean Jacques Pradier. Fue hasta que entré en la sala cuando encontré mi lugar de nuevo frente a la obra En la playa (Sorolla), donde una madre protege de las olas a su pequeño hijo distraído. Y me acordé entonces de mi infancia andando en bici, mientras mi madre caminaba muy cerca de mí para evitar que me cayera, o de las tardes de domingo jugando con mi padre, que me aventaba el balón de futbol, que yo apenas podía sostener. Como extranjero que visita su propia casa, miré las obras de Sorolla y de sus contemporáneos, que, juntos, formaron parte de la corriente del llamado luminismo, donde buscaron describir la realidad soltando las pinceladas, jugando con la luz y persiguiendo gestos espontáneos y fugaces. Donde todos mis recuerdos se agolparon y no pude seguir huyendo de mí mismo fue ante la pintura El niño de la sandía, del propio Joaquín Sorolla y Bastida, principal representante del luminismo. Ahí estaba yo mismo, con menos de cinco años, con la fruta en la mano, sin comerla, después de haber hecho alguno de mis famosos berrinches. En el gesto fruncido de la boca y la mirada, entre molesta y triste del niño, estaba yo, pero también estaban todos esos niños del mundo que viven dentro de nosotros. Gracias a esa mirada de niño, supe que estaba de visita en mi propia casa, y que esa casa está en todas partes donde yo vaya, desde donde la luz que Sorolla y sus contemporáneos lograron captar en sus obras se desprende, se bifurca y se mete dentro del corazón. Un prodigio.     maja_sorollaContacto: Twitter: @genarorastignac

 

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