Por Frederick Mayer* La semana pasada, Estados Unidos, México y Canadá celebraron la primera ronda de renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), donde se escuchó mucho acerca del impacto presuntamente negativo de este tratado y la extrema necesidad de renegociarlo. Donald Trump, con su fanfarronería característica, ha amenazado con “romperlo”. Pero abandonar el TLCAN no haría nada para ayudar a los estadounidenses que a diario luchan por hacer durar su sueldo hasta fin de mes, y distraería la atención de nuestros retos económicos reales, como aumentar los ingresos de la clase media estadounidense, cerrar la creciente brecha entre ricos y pobres y ampliar el número de trabajadores que se benefician de una economía global. La verdad es que el TLCAN nunca fue ni el villano ni el héroe. Desde el principio, la política de este tratado ha sido impulsada más por la retórica que por los hechos. Durante la feroz batalla que condujo a su votación en 1993 en el Congreso, sus opositores lo posicionaron como el villano en una tragedia inminente. Ellos advirtieron de “un sonido de succión gigante” de los trabajos que huirían a México (Ross Perot), la pérdida de la soberanía estadounidense (Ralph Nader) o un contagio de la corrupción (Pat Buchanan). Para quienes lo apoyaban, el TLCAN fue el héroe en una batalla entre el libre comercio y las fuerzas del proteccionismo, que crearía miles de puestos de trabajo y haría a Estados Unidos más competitivo ante Japón (Lee Iacocca). (Revelación: Trabajé para hacer que el TLCAN fuera aprobado en el Congreso cuando era ayudante del senador Bill Bradley en 1993). El TLCAN no causó ni un sonido de succión gigante ni un boom económico masivo. El casi consenso de los muchos estudios que se han llevado a cabo desde su entrada en vigencia es que sus efectos netos en Estados Unidos fueron bastante modestos: una pequeña ganancia de empleos, una ligera mejora en los salarios medios, un menor estímulo a la cooperación ambiental y, al menos antes de Trump, una mejora general en nuestra relación con México. Sí, hubo perdedores en industrias particulares -ropa y muebles fueron particularmente afectados en Carolina del Norte, donde vivo- y el gobierno hizo mucho menos de lo que debería para ayudar a los trabajadores y comunidades afectadas, pero la mayor parte de la disminución en estos sectores no fue causada por el TLCAN. La verdad es que muchos de los empleos que se trasladaron hacia México se habrían trasladado de todos modos, con o sin la puesta en marcha del tratado. Lo mismo, por supuesto, debe tenerse en cuenta para los millones de empleos creados desde el TLCAN: la mayoría habrían surgido sin el acuerdo. Por lo tanto, si el TLCAN tuvo impactos tan modestos en Estados Unidos, ¿por qué la gran pelea, entonces, y ahora? Porque hubo -y aún hay- una profunda confusión entre la gente sobre sus efectos reales en la economía. Por una parte, es difícil desentrañar los efectos marginales del TLC de todos los otros factores en acción en la economía internacional en los años transcurridos desde la entrada en vigor del TLC. Sí, el comercio entre México y Estados Unidos creció después del TLCAN, pero habría crecido sustancialmente incluso sin éste. (El TLCAN tuvo menos efecto sobre el comercio entre Estados Unidos y Canadá, ya que teníamos un acuerdo de libre comercio bilateral preexistente). Los patrones de comercio son impulsados ​​por mucho más que los acuerdos comerciales. Desde el paso del TLCAN, las importaciones en Estados Unidos desde China han explotado sin un acuerdo de libre comercio, y probablemente con un impacto mucho mayor en los empleos estadounidenses que el TLCAN. Y el cambio tecnológico probablemente tuvo un impacto aún mayor. Pero la confusión fue y continúa siendo fomentada por políticos y defensores, tanto de izquierda como de derecha, que durante mucho tiempo han considerado al TLCAN un chivo expiatorio conveniente para una serie de males que no se producen. La promesa de Donald Trump de derribar el TLCAN durante la última campaña presidencial fue sólo el último uso de este tratado como un pararrayos para el descontento con las circunstancias económicas que enfrentan muchos estadounidenses. La desigualdad económica es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. El estancamiento de la clase media y la brecha cada vez mayor entre los extremadamente ricos y todos los demás amenazan nuestro tejido social, manifestándose en altas tasas de depresión, contribuyendo a la epidemia de opioides. Si no se controla, la desigualdad económica será un desafío existencial para nuestra democracia, pero es demasiado simple atribuir estos peligros al TLCAN. El TLCAN siempre estuvo lejos de ser perfecto y hay una necesidad de actualizarlo -nada sorprendente para un acuerdo negociado hace un cuarto de siglo-. No obstante, así como el TLCAN no causó desigualdad, matar el TLCAN no haría nada para resolverla. El peligro es que la demonización del TLCAN distraiga el trabajo mucho más duro de averiguar cómo hacer la globalización económica más equitativa, inclusiva y sostenible. *Frederick Mayer es profesor de la Escuela Sanford de Políticas Públicas de la Universidad de Duke, y autor de Interpreting NAFTA.   Contacto:  Twitter: @Mayer_at_Duke. Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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