Por Andrés Arell-Báez* Eric Hobsbawm, prestigioso historiador británico, denominó al período de tiempo en el que sucedieron las dos Guerras Mundiales como la “era de las catástrofes”. Siendo el momento uno que “marcó el derrumbe de la civilización del siglo XIX”, el título es perfectamente descriptivo de aquellos años. Urgidos por evitar la repetición de tan horroroso escenario, los países “triunfantes” de ese intervalo histórico se enfrascaron en el diseño de una institucionalidad para la promoción del comercio, el desarrollo económico de las naciones y las buenas relaciones entre ellas. Del encuentro, efectuado en Bretton Woods, Estados Unidos, en 1944, emergerían organizaciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el GATT, a posteriori conocido como la Organización Mundial del Comercio. La intención con su fundación era evitar repetir el desastre desatado por el país que servía de anfitrión, quien en 1930 promulgó la Smoot-Hawley Tariff Act, ley protectora de 20 mil de sus productos vía aranceles, cerrando las fronteras para sus competidores extranjeros, desatando con el acto legislativo una guerra comercial que prolongó la Gran Depresión y allanó el camino hacia la Segunda Guerra Mundial. Para ese nuevo marco político se debía definir una herramienta facilitadora de las transacciones entre países, y dos alternativas estuvieron en competencia: un instrumento monetario internacional llamado Bancor, de John Maynard Keynes, representante británico en la reunión; y el dólar estadounidense atado al oro como reserva internacional, promovida por Dexter White, quien hablaba en nombre del gobierno emisor de esa moneda. Keynes, poseedor de una gran legitimidad internacional conquistada a muchos países haber superado sus debacles económicas por haber implementado sus postulados (el caso más famoso es el New Deal de Franklin Delano Roosevelt), se vio minimizado frente a su contraparte, al ser respaldada ésta por el Estado con el poder suficiente para imponer sus ideas, o, más bien, sus necesidades al mundo entero. Habría de nacer, producto de la fuerza, el patrón oro dólar, que impondría a partir de 1945 a la divisa de los Estados Unidos como único medio de intercambio de comercio y ahorro en el mundo. La opción decidida ofrecía una poderosa garantía: se sustentaría el sistema dólar en las reservas de oro de la máxima potencia de la época, poseedora de las más grandes cantidades del metal precioso. Asimismo, no se ocultaba que se proyectaban ventajas inmensas para el país hegemónico. Una, tal vez la más fuerte, era no tener que preocuparse por los déficits, al ser posible solucionar éstos monetariamente. Si un país cualquiera, por dar un ejemplo, sufría de una balanza comercial negativa, se veía obligado a aumentar sus exportaciones para adquirir los dólares necesarios y poder cancelar sus pasivos; pero, si era Estados Unidos el que sufría de esto mismo, tan sólo debía imprimir su moneda para pagar a sus acreedores. Por definición, no se podía emitir moneda sin aumentar la cantidad de oro, pero fue esto algo que no siempre se cumplió. La producción de dinero sin correlación con el metal contraía un par de grandes problemas: primero, generaba inflación; y, segundo, creaba una moneda sin respaldo, lo que habría de genera dudas por parte de los demás países sobre su validez. Esta disyuntiva se conoce como el “dilema de Triffin”, en honor a quien lo teorizó, el economista belga Robert Triffin. La impresión masiva sin ningún soporte se elevó a niveles inconcebibles en la década de los años sesenta, producto del involucramiento de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam, tratando de conseguir el financiamiento necesario para costear el alargamiento del conflicto bélico. La situación alcanzó un punto de no retorno en 1973, año en el que Richard Nixon confesó la emisión de moneda sin respaldo y decretó el fin de la convertibilidad con el oro, medida que hace parte de un hecho político conocido en la historia como el “Nixon Shock”. Fue un cambio de paradigma histórico. Previo a esa medida, hipotéticamente, un portador de un dólar podría cambiar el papel por su cantidad correspondiente en ese metal. Seguidamente a la declaración del presidente republicano, el papel moneda pasó a ser nada más que un papel. El acto haría nacer la era del dinero FIAT o fiduciario (palabra que viene de “fe”), cuya base es exclusivamente la confianza: una persona acepta intercambiar un bien o servicio por un dólar, porque está confiada en que cuando vaya a usar esa moneda para adquirir otro bien o servicio, también se le aceptará el intercambio. Estados Unidos requería, en ese nuevo escenario, una demanda constante de su moneda. Producto de esa necesidad, el país haría un pacto con Arabia Saudita, el que se extendería luego a toda la OPEP, y que sería capaz de solventar la disyuntiva: a cambio de tener a la potencia de Occidente como su aliado militar incondicional, el país del Golfo Pérsico exigiría a todos los compradores de su petróleo cancelar sus transacciones en la moneda de su socio. El acuerdo, que vería nacer con su ejecución el fenómeno del “petrodólar”, ha cumplido su cometido a cabalidad: según el Bank for International Settlements, en una fecha tan tardía como el 2013, el 87% de las transacciones internacionales involucraban el dólar. El quid de la cuestión era que el gran soporte de este régimen monetario no era otro que la realidad geopolítica y geoeconómica de la época: un mundo unipolar con Estados Unidos como única “hiperpotencia”, concepto éste añadido por Ignacio Ramonet. Hoy, esa es una imagen que se ha ido desvaneciendo. Niall Ferguson, en “La Guerra Del Mundo”, hace un análisis heterodoxo del siglo XX, describiendo a la centuria no como la del auge de los Estados Unidos, sino una en la que se presenta su debacle como potencia hegemónica, con un cambio del eje del poder hacia Asia. En palabras del escritor, sostenidas por los hechos, la década de los cuarenta (la de la reunión de Bretton Woods) fue el punto álgido de la potencia de Occidente, ya que en años ulteriores experimentó una caída en el tamaño de su PIB con relación al global. Ese país, además, predominaba por aquellos días en muchas industrias por la sencilla razón de no existir un contundente competidor: Europa y Asía estaban destruidas por la Guerra, siendo esa una condición imposible de perdurar ad infinitum. Ergo, el futuro no se proyectaba prometedor, puesto que el crecimiento de otras economías anularía las condiciones necesarias para conservar al dólar en su posición de privilegio, al ir transformando el mundo de uno unipolar a uno, como el de hoy, multipolar. Introducidos ya en una nueva época, hostil de por sí al sistema monetario en vigor, se produce un anuncio transgresor del estatus quo, que resonó como un trueno en medio de un cielo azul: China, uno de los principales importadores de petróleo en todo el mundo, demandará a sus vendedores realizar las transacciones de la materia prima en su propia moneda, una acción que instauraría en el mercado financiero algo que muchos analistas denominan como el “petroyuan”. Rusia, uno de los principales productores del commoditie, según declaró Jim Rickards, será el gran aliado del país comunista al anunciar que cumplirá con el requisito. Pero, indudablemente, el actor más relevante de este proceso será de nuevo Arabia Saudita, proveedor importante de la potencia asiática, quien tendrá dificultades para mantener su viejo pacto con Estados Unidos, si es que quiere se efectúen las billonarias inversiones planeadas por China en su territorio. La medida tomada por el país de oriente, más allá de todo, no es sólo una enfocada en incrementar su supremacía global, sino una al parecer adecuada a la realidad de la economía actual. Y es que, según el banco central chino, el yuan se revalúa en relación con la divisa de Estados Unidos desde diciembre de 2017. El 26 de marzo de este año, en la Bolsa Internacional de Energía de Shanghái (INE), se efectuaron las primeras operaciones de hidrocarburos en yuanes, con un volumen de transacciones valuado en 2.900 millones de dólares. China, hoy el segundo poseedor de oro mantiene incluso una cotización del metal atada a su divisa en la Bolsa de Shanghai, paralela a la existente en Londres y Nueva York, atada esta al dólar. Barry Eichengreen, economista y consejero del FMI, lo dictaminó con claridad: el dólar debe encontrar su espacio como moneda de reserva internacional, junto al yuan y el euro. Algo similar hizo George Soros al proponer en su libro “Globalización” el uso de los Derechos Especiales de Giro (DEG) del FMI (una unidad monetaria cuyo valor está definido por una canasta de divisas) como medio para financiar la ayuda internacional a los países en desarrollo; una idea similar a la que quiso implementar Dominique Strauss Kahn en sus días como Director Gerente de esa institución; y la que el 20 de marzo de 2009 fue compartida por Zhou Xiaochuan, principal del Banco Central de China, quien además de plantear la adopción del DEG como reserva monetaria internacional, argumentando que una moneda nacional es inadecuada para eso, añoró no se hubiera el mundo decidido por el proyecto de Keynes del Bancor, uno que el ejecutivo calificó de “visionario”. A las demandas de esas personalidades se suma la debacle económica de 2008 en los Estados Unidos, una que generó una profunda pérdida de confianza en esa economía y su moneda, desprendiéndose de allí el nacimiento y posterior explosión de las criptodivisas. Insertos ya en una coyuntura no favorable para el dólar como reserva global, se posesiona Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos, promoviendo una marcada política proteccionista, en un periodo de alta inflación, con una deuda astronómica, un déficit comercial alucinante y un gasto militar descontrolado. La situación interna norteamericana tiene gran relevancia para el tema de análisis, porque no es sólo entonces que el mundo esté buscando, y, según los datos, encontrando medios de intercambio y ahorro alternativos, sino que el país que respalda el sistema se muestra como uno incapaz de conservarlo. Bien indica Richard N. Haass, presidente del Council of Foreign Affairs en su última columna: es como que Estados Unidos estuviera “abandonado el papel que ha desempeñado durante más de setenta años” como jerarca del orden mundial. Indica esa claudicación, podríamos especular, el estar en el albor de una nueva era monetaria. *Escritor, productor y director de cine. CEO de GOW Filmes.   Contacto: Correo: [email protected] Twitter: @GOWFilmes Facebook: GOWFilmes Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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