Hablábamos en la columna pasada de la gran trascendencia del debate que encabezan Paul Krugman y Larry Summers sobre las consecuencias del American Rescue Plan (el paquete de estímulo fiscal por 1.9 billones de dólares que aprobó Estados Unidos hace unas semanas). En resumen, por un lado, Krugman opina que la profunda y prolongada debilidad del mercado laboral justifica un paquete de esa magnitud, y que las consecuencias sobre la inflación serían mínimas. Summers, en contraste, se refiere al ARP como “la política fiscal menos responsable de los últimos 40 años”, y advierte probabilidades no menores de volver a un mundo de tasas de inflación muy elevadas, como en los setenta, y de enfrentar una nueva recesión.

Los argumentos que justifican las distintas posturas se han centrado en consideraciones técnicas. Por ejemplo, una de las principales discusiones ha sido sobre el tamaño de la brecha del producto, una medida de la capacidad ociosa de una economía. Los detractores del ARP, desde luego, calculan una brecha pequeña en relación con el enorme tamaño del paquete económico; dicen que es peligroso estimular de más a una economía que está ya creciendo de forma acelerada, y lo hará aún más en la medida que se controla la pandemia dado el vertiginoso ritmo de vacunación. 

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Krugman minimiza tales argumentos. No son relevantes en una situación inédita como esta, sobre todo porque ni siquiera sabemos cómo medir la brecha del producto. Si algo nos enseñó el periodo pre-pandemia es que, por diversos motivos, la economía puede expandirse más de lo que los expertos opinan sin que haya presiones inflacionarias. La única manera de descubrir qué tanto, arguye, es probando nuestros límites, lo que es preferible a dejar a millones de familias sin apoyo o frenar la economía de forma anticipada. La inflación es un riesgo, sí, aunque pequeño, mientras que la crisis actual es hoy una realidad apremiante que hay que remediar.

Otra disputa se da en torno al tema de los multiplicadores fiscales —que miden en cuánto se incrementaría la actividad económica por cada dólar que gasta el gobierno—. El multiplicador es alto, por ejemplo, cuando una persona desempleada que recibe la extensión de 300 dólares por semana de su seguro de desempleo, los gasta todos en alquiler, una cena y películas… y a su vez el rentero, el restaurante y la plataforma digital de películas también gastan ese dinero. En este caso, cada dólar transferido termina generando más de un dólar de gasto, y así lo ve Summers. No obstante, el multiplicador puede ser bajo, sobre todo si la gente ahorra una buena parte de lo que recibe, y este es uno de los supuestos clave de Krugman.

Mucho se puede discutir sobre estos elementos técnicos, aunque creo que incluso si Summers ganara esos dos rounds, los puntos críticos son otros. El punto neurálgico del debate se resume, a mi juicio, en dos preguntas interrelacionadas. 

La primera es si el paquete fiscal desanclará las expectativas de inflación de largo plazo del sector privado. Esto es fundamental porque la teoría económica y la práctica nos dicen que dichas expectativas son uno de los determinantes más importantes de la inflación observada. Estas han venido aumentando en los últimos meses, aunque aun después del anuncio del ARP, y de otras propuestas más recientes de estímulo por parte de los Demócratas, se mantienen en general alrededor o por debajo del 2%. 

Veo improbable que aumenten mucho más. A diferencia de los años sesenta y setenta que vieron alzas significativas en el precio del petróleo y presupuestos fiscales elevados año tras año (por ejemplo, por la guerra en Vietnam que parecía interminable), el ARP es un impulso de una sola vez. Las otras iniciativas de estímulo sobre la mesa son, por lo pronto, solo eso, además de que los recursos estarían distribuidos a lo largo de una década. Por otro lado, el mundo ha cambiado. En los setenta no había procesos de globalización y automatización tan extendidos, que hoy permiten que haya mayor competencia entre países y entre factores de producción, lo que inhibe presiones inflacionarias. Todavía más importante es el cambio que se ha dado en los bancos centrales, por ejemplo, porque en aquella época en general no eran autónomos y a menudo se inclinaban por políticas laxas, con bajas tasas de interés, justamente para acomodar un mayor gasto público —lo que resultaba en mayor inflación—.

Este último punto, el de la operación de la banca central, es toral. Entre los cambios más importantes de las últimas décadas está el marco para la conducción de la política monetaria que se basa en un objetivo de inflación. Esto significa que los bancos centrales —que con los años han venido adoptando este esquema en mayor número— dan a conocer al público su meta de largo plazo para la tasa de inflación. La evidencia académica apunta a que los países con objetivos de inflación tienden a alcanzar menores tasas en el largo plazo —cercanas a sus metas—, tienen menores respuestas inflacionarias a choques macroeconómicos y en general mejoran la eficiencia de su política monetaria. 

Lo que nos lleva a la segunda pregunta: si se materializara un aumento en la inflación y sus expectativas, ¿cómo reaccionaría la Reserva Federal? Este cuestionamiento también es esencial, sobre todo porque la tesis de Summers supone un aumento desordenado de las tasas de interés. Sin embargo, el objetivo de inflación de la Fed ha sido 2% desde hace muchos años. Aun así, en la última década, la inflación estuvo recurrentemente por debajo de esa meta, lo que incluso llevó a esa autoridada cambiar su estrategia de política monetaria. Su objetivo de inflación sigue siendo de 2%, pero entendido ahora como un promedio por un tiempo considerable (aunque indefinido), lo que significa que las bajas tasas de inflación de años previos les permitirían observar inflaciones mayores al 2% sin ajustar su tasa de interés.

Otros cambios en torno a la política monetaria de la Fed también contribuirían a un ajuste más ordenado. Por ejemplo, su política de comunicación más transparente, la publicación de sus escenarios macroeconómicos esperados y su estrategia de guía futura, con la que revelan sus planes de política hacia delante. Todos estos son elementos que permiten al mercado entender mejor el rumbo de la política monetaria y mantener sus expectativas de inflación ancladas. 

Lo anterior no implica la ausencia de riesgos. Las decisiones de política económica siempre se toman en un entorno de incertidumbre, y desde luego la que impone una pandemia como esta es especialmente elevada. El tiempo dirá quién tiene la razón. Sin embargo, en lo que toca a los argumentos del debate del siglo, y a cincuenta años de la pelea del siglo entre Ali y Frazier, me parece que los importantes avances en política monetaria dan a Krugman la victoria —si bien no por nocaut—. 

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Adrián de la Garza es economista en jefe y director de estudios económicos de Citibanamex*

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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