Por Franc Carreras* Había una vez un mundo en el que fabricar un producto, comunicarlo, distribuirlo y venderlo era un proceso muy lento. Además, sólo unos pocos tenían la posibilidad de intentarlo porque el proceso era también muy costoso. El sistema estaba necesariamente organizado alrededor de aquellos capaces de desarrollar su instinto y acumular la suficiente experiencia como para poder tener una ratio de acierto más alto que otros. Era tan difícil adivinar los gustos de los consumidores que cuando algunos lo lograban se convertían en reyes midas y cuanto más éxito conseguían más poder acumulaban. Ellos, (porque en aquella época la mayoría eran varones) se dieron cuenta que si lucían sus éxitos y escondían sus intentos fallidos creaban una aureola mágica que atraía a los mejores profesionales con lo que sus éxitos cada vez eran mayores y su poder se incrementaba hasta convertirlos en intocables. Esos esfuerzos para crear una imagen de infalibilidad derivaron en una tendencia a la idealización del maestro creador. Todos soñaban con tener la idea brillante que les convirtiera en millonarios y, por tanto, el culto a las ideas fue aumentando. Cuando se contaban los éxitos siempre se daba crédito al genio “que tuvo la idea”. Pero el mundo ha cambiado mucho. Hoy vivimos en una sociedad conectada. Una sociedad repleta de tecnología de bajo coste y fácil uso que ha permitido reducir significativamente el tiempo que pasa desde que se concibe una idea hasta que llega al consumidor. Y esos mismos consumidores han dejado de ser una mera audiencia pasiva de medios de comunicación masivos cuyos deseos solo se podían expresar en la caja registradora. Ahora son participantes activos en cientos de comunidades abiertas. En ellas, se suceden millones de conversaciones al día al alcance de la escucha atenta de las marcas. Y las más avanzadas son capaces de entablar un diálogo lo suficientemente rico como para conocer a sus clientes como nunca había sido posible. Dicho esto, la pregunta es obvia: ¿Si es así, por qué seguimos el viejo patrón de idear un producto y lanzarlo al mercado a ver si funciona? ¿No sería más inteligente hacerlo al revés?: Identificar un segmento del público, conocerlo y desarrollar un producto a medida de sus necesidades. Lo mejor de este enfoque es que está al alcance de todas las marcas porque no requiere de un genio Rey Midas que decida qué tendrá éxito o qué no. Lo decide el consumidor expresándose abiertamente. El primer instinto al contemplar esa posibilidad nos puede llevar a pensar en la palabra nicho. Y por definición “nicho” siempre se asocia con un tamaño de audiencia menor que un producto dirigido al público en general. Pero la realidad es que los nichos en internet pueden ser mucho más grandes de lo que imaginamos. Las ventajas de los nichos son considerables: Al especializarnos en un sector tenderemos a tener menos competencia. Además, tanto nuestro producto o servicio como nuestra comunicación podrán tener una mayor relevancia para nuestro público. En consecuencia, la probabilidad de obtener buenos resultados aumenta. Consulta el vídeo píldora digital que resume este artículo en un minuto y compártela en redes. La próxima vez que te plantees un nuevo lanzamiento, pregúntate si lo has diseñado siguiendo el proceso de toda la vida o si por lo contrario sería un buen momento para empezar a hacer… marketing al revés. *Profesor de ESADE y cofundador de MamisDigitales.org   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.

 

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