Para celebrar nuestro quinto aniversario, buscamos a algunos de los empresarios más destacados del país para averiguar cómo es que hallaron su vocación.   Miedo a ser desertor Por Sergio Leal Aguirre / presidente del consejo y director general de Inmobiliaria Vinte Desde chico, siempre fui inquieto. Para calmarme, me ponían a dibujar. A los 11 años ya hacía casitas y decidí que ésa sería mi profesión. Cursé la carrera de Arquitectura en la Universidad Autónoma de Baja California, en Mexicali. Al principio noté que había una gran deserción en el quinto semestre porque se impartía la materia de Estructuras. El sueño de un alumno creativo se venía al suelo ante una infinidad de cálculos matemáticos. Busqué trabajar para ver realmente qué hacía un arquitecto. Me daba miedo ser uno de los que desertaban y entré a una desarrolladora de vivienda pequeña. Recuerdo que llegué preocupado, le confesé mis miedos a mi padrino y me dijo: “No corras dentro del tren; vas a llegar al mismo tiempo”. Tenía 19 años y todas las ganas de comerme el mundo. Ese verano empecé a trabajar y a tener amigos que me doblaban la edad. El trabajo era para mí como alpiste para un pájaro. Comprendí que el quinto semestre no sólo implicaba una materia de Estructuras, era un quiebre en la carrera: empezabas a ver lo que realmente harías en el futuro. Me sirvió mucho tener dos grupos de enseñanza: los de la oficina y los de la escuela. En la escuela eran igual que yo: queríamos hacer la casa espacial, que volara, con cuartos gigantes, baños espectaculares y una gran área de fiestas con árboles y palmeras. En el trabajo, por el contrario, teníamos que diseñar una vivienda para una familia de cinco integrantes en tan sólo 40 m2, dentro de un desarrollo donde no se vieran muchas casas y, además, al costo más económico. Era para locos. En la mañana iba al país de Todo se Puede… y en la tarde, a la realidad. La compañía empezaba a vivir el cambio tecnológico: de dibujar en restirador con portaminas, a hacerlo en una computadora. En la desarrolladora había 25 personas, entre arquitectos e ingenieros; yo cursaba el tercer semestre y en la escuela las clases se volvían más difíciles. Compraron 10 computadoras y un plotter de puntos para los ingenieros urbanistas y los proyectistas. La tecnología hacía posible realizar cambios en planos de manera virtual en 10 minutos; en la escuela, un error implicaba hacer todo a mano otra vez. Entonces tomé una decisión: fui con el director de la empresa y le propuse que compraran 11 computadoras y me dejaran pagar la mía durante un año. Viví en la compañía la primera resistencia al cambio. Mis compañeros de trabajo nacieron con el portaminas en la mano y no querían usar la computadora. A mí la computadora me permitía ahorrar mucho tiempo. Tenía 20 años y me volví un experto. Era un dibujante muy eficaz, rápido, sin compromisos y muy barato. Ahí viví mi primera lección de tecnología: nunca subestimes lo que puede hacer otra persona con ella. Lo puede hacer mejor, más rápido y más barato. Luego, un imprevisto: mi papá me señaló que tenía 8 en promedio anual. Pensé que estaba bien para estudiar y trabajar, pero él no pensaba lo mismo y me pidió dejar el trabajo. Sentí que el mundo me caía encima y tuve que explicarle que estudiar y trabajar eran parte de una estrategia para decidir qué hacer con mi carrera. Tracé una ruta. Recuerdo que en la desarrolladora había un arquitecto súper dotado, hacía diseños en servilletas. Después de tanto tiempo de dibujar, sentía que no era nada comparado con él. La verdad yo no era malo, pero había otros mejores. Siendo sincero con el espejo, entendí que, si quería ser un ejecutivo de alto nivel o el dueño de una empresa, necesitaba complementos, no podía hacerlo solo. Diseñar, producir, administrar, gestionar y vender son los cinco pilares de cualquier actividad; yo sabía del diseño y de la producción, pero me faltaban los otros tres. Estudié una maestría en Finanzas y pedí en el trabajo que me movieran al área de ventas y gestión, donde estuve los siguientes cinco años. Ahí conocí a un administrador ecuánime, pausado, increíblemente mesurado. También a un torbellino: “Bob el Constructor”. Ése sí era un ingeniero nato. Sólo faltaba una mente que no pensara como nosotros, que hablara otro idioma. Lo encontré en una cena social. Ya no había que buscar más. Encontré a mis complementos ideales, pero ellos no lo sabían. En el año 2000, cuando tenía 28 años de edad, llegó el momento de decidir si me iba a aventar a abrir una empresa inmobiliaria o si trataba de ser el director general en el lugar donde trabajaba. Ésas eran mis opciones. Me di cuenta que había conocido a cuatro complementos perfectos para mí; que tenía nueve años de experiencia en una desarrolladora y un espíritu aventurero. Decidí que, acompañado, sí me lanzaría. Fundamos Vinte (que significa viviendas integrales) cuando yo tenía 28 años. ¿Qué me empujó? Ser sincero conmigo mismo y tener a los acompañantes ideales para esta aventura. Un chavo de 28 años convenció a todo un equipo de profesionales de mayor edad a que dejaran todo por seguir un sueño… y fue fácil. Nos dimos cuenta de que habíamos soñado lo mismo y que juntos valíamos más que separados. El objetivo original era construir desarrollos donde nosotros pudiéramos vivir. Que fueran de mucha calidad, donde la gente conviviera feliz con sus familias, que fomentaran una mejor vida. Espacios donde las comunidades expresaran a sus habitantes el sentido de pertenencia, privacidad, tranquilidad, que tuvieran un patrimonio que sube su valor con el tiempo. De ahí nace el concepto de viviendas integrales, así nació Vinte. Hoy, con más de 30,000 familias habitando alguna de nuestras 21 comunidades, hemos tratado de seguir el mismo objetivo del día uno, y ha sido la experiencia más gratificante de nuestras vidas.    

 

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