Hablamos de las impresoras que fabrican casas. Imaginamos un futuro en que se pueda imprimir un hígado en casa y llevarlo para que sea trasplantado.

Ser escritor de ciencia ficción en estos días es casi como ser reportero. Entre el libro De la Tierra a la Luna de Julio Verne y el histórico primer paso del hombre en la Luna transcurrieron poco más de 100 años. Y si bien todavía no tenemos viajes interestelares, teletransportadores y autos voladores en las calles, muchas cosas que vimos en series y películas de ciencia ficción en los ochenta y noventa hoy son una realidad, que en algunos casos fue superada y en otros sólo se le parece bastante.

Apenas el fin de semana le mostraba a unos amigos el video promocional del Myo, un brazalete que permite manipular gadgets a distancia a través de movimientos de la mano y el antebrazo. En el video vemos que con el invento de ThalmicLabs operan un videojuego, una presentación, un juguete, un pequeño aparato volador y un vehículo explorador militar no tripulado.

Primero vino la emoción, las referencias a cintas como Minority Report y Matrix; luego hicimos el repaso de tecnologías desde nuestro primer celular hasta los teléfonos inteligentes, cuya última función es ser teléfonos. Le tocó turno a las impresoras 3D, y a partir de ahí vinieron las predicciones.

Hablamos de las impresoras que fabrican casas. Imaginamos un futuro en que se pueda imprimir un hígado en casa y llevarlo para que sea trasplantado –sí, todos bebíamos–. Pensamos que se podría comprar en línea el diseño, pero también sugerimos que así como los ahí presentes trabajábamos en mayor o menor medida con software libre, películas, música y hasta libros editados o al menos subidos a la red por algún colectivo, no sería necesario comprar un hígado; bastaría con descargar uno del tipo creative commons, wiki o buscar uno de marca pero cuyo código hubiera sido liberado por algún hacker piadoso. Así podríamos incluso modificarlo a nuestro gusto.

El futuro nos alcanzó al día siguiente de que lo soñamos. En los medios de Argentina se hablaba de Darwin Research, una empresa de I+D que descargó de e-Nable y Robohand el diseño de una prótesis, la ajustaron, la imprimieron y por menos de 2,000 dólares permitieron que un niño de 11 años que nació sin dedos pudiera tener su primer mano. La otra opción era una prótesis de 40,000. En los medios locales nadie entendió nada; decían que la habían inventado, que debían patentarla… vivían en otro mundo con otras reglas de mercado.

Y ¿qué tiene que ver todo esto con las relaciones internacionales? Si creen que la carrera espacial se trataba sólo de conquistar otros mundos, están equivocados. Cada país que logra sacar un cohete fuera de nuestra atmósfera es capaz de mandar misiles a cualquier parte del mundo. El Internet fue una tecnología diseñada por el Pentágono –¿todavía se asombran del espionaje revelado por Snowden?–. El teflón es lo que evita que las naves espaciales se incendien cuando regresan a la Tierra. Las Hummer son vehículos de guerra.

Eso es lo que vuelve al futuro tan aterrador y a la vez tan fascinante. Ahí es donde la discusión sobre propiedad industrial, intelectual y patentes toma otro sentido. Se está modificando al mercado y los medios de producción. Eso debe tener muy asustados a diversos grupos económicos. Por ese mismo motivo, que Internet esté o no regulado, es algo que la sociedad debe negociar con los Estados y éstos entre ellos.

Lo que la tecnología –que puede o no ser disruptiva– pone en manos de cualquier individuo cambia los equilibrios de poder. Pongamos, por ejemplo, aquellos individuos con aspiraciones políticas, legítimas o no, de cambiar el status quo, que están convencidos que ese cambio sólo se logra por la vía violenta. En términos armamentísticos podría ser tan democratizador como las AK-47. Del otro lado vemos que cada día los Estados cuentan con más herramientas tecnológicas capaces de vulnerar la privacidad de cualquier individuo e incluso su vida: los drones.

No se debe frenar el desarrollo. Simplemente controlar sus efectos negativos evitando, por otro lado, producir esquemas que atenten contra la libertad y que beneficien a unos cuantos. Me emociona que cualquiera pueda bajar una prótesis con patente liberada que funcione con software libre y al mismo tiempo me aterra la forma como la tecnología avanza al ritmo que la Ley de Moore predecía. Lo sorprendente es que ya quiero ver (y tener) el siguiente invento.

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