Por Julián Andrade* Los Pinos no son La Bastilla, no pueden serlo, no eran una prisión. Tampoco es Versalles, porque no venimos de la monarquía. En México no se derrumbó un poder tiránico y esto se demuestra por las condiciones de normalidad democrática en la que se desarrolló la elección. Las instituciones funcionaron y la mayoría optó por la alternancia. Por eso, la decisión de ya no utilizar la Residencia Oficial no debe implicar, me parece, una tergiversación de la historia. El problema de abrir las puertas al público, sin un estudio museográfico previo, lo que está provocando es que impere el morbo y no el conocimiento. Hay una buena dosis de escarnio y se trata de establecer una narrativa de lujos y derroches que no va a favorecer la discusión y las prácticas democráticas. Después de todo, ahí habitaron quienes fueron electos para la más alta responsabilidad administrativa y política, desde Lázaro Cárdenas hasta Enrique Peña Nieto. Muchos temas relevantes se trataron en sus oficinas: Nacionalización del petróleo y de la energía eléctrica, las decisiones (erróneas) sobre el movimiento estudiantil de 1968, reforma política, ley se amnistía, control de cambios y propiedad estatal de los bancos, todo el armado de negociación del Tratado de Libre Comercio, el futuro de los ejidos, las relaciones con la Iglesia y muchas, muchas más. También desde ahí fueron planteadas las líneas generales de la política exterior en temas tan relevantes como los conflictos armados en Centroamérica. Pero sobre todo en Los Pinos se hizo política, la que permitió el avance de la pluralidad y la construcción de una sociedad de derechos, perfectible, sin duda, pero que significó un esfuerzo de varias generaciones. En pocas palabras, una parte de la vida de la nación pasó ahí. El país, ya se sabe, aunque suele olvidarse, no se funda cada sexenio, ya que lo que somos proviene de una larga serie de sucesos, buenos y malos. Existen muchas fantasías alrededor de la casa presidencial y una de ellas es la de su inaccesibilidad. Si bien era uno de los centros del poder, también fungía como un complejo de oficinas en el que había múltiples actividades y entre ellas las de la agenda abierta del presidente. Deben contarse por miles las reuniones, seminarios, conferencias y anuncios que ocurrieron en sus salones con la presencia de invitados y medios de comunicación. Las normas de seguridad eran estrictas, como lo son en La Casa Blanca, La Moncloa y El Elíseo y de todas las sedes presidenciales en el mundo. Es un error el ver a Los Pinos como la casa particular de los presidentes, cuando su significado es más amplio y está (estuvo) atado a la propia investidura de quienes la habitaron, por periodos claramente establecidos y sin posibilidad alguna de ampliación. La historia nunca es en blanco y negro y por ello hay que escudriñar sus recovecos, pulsar su temperatura e indagar en los afanes, pasiones y malquerencias de quienes la protagonizaron. Ojalá que las puertas abiertas de Los Pinos lo sean también al conocimiento del pasado, con sus luces y sus sobras. *Periodista y escritor. Es autor de la Lejanía del desierto y coautor de Asesinato de un cardenal   Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes México.  

 

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